La otra Ibiza: siete planes para conocer el norte de la isla
Caminatas entre bosques, tambores al atardecer, calas eternas y fauna marina son algunos argumentos para descansar de la fiesta del sur y recorrer el territorio ibicenco más rural
Ses Salines, Cala Saladeta, Platges de Comte... El soñado paraíso de aguas turquesas está en Ibiza. La isla balear se presenta, como cada verano, como una de las opciones favoritas para turistas de toda Europa y más allá. Lejos del masificado sur, de los yates de los famosos y el ruido de las grandes fiestas, hay opciones de vivir una escapada algo más sosegada.
Bosques, rutas y silencio. Hay vida más allá del sur ibicenco con una certeza ya inquebrantable: en tiempos de Instagram y Tiktok, jamás disfrutarás de rincones en solitario.
Las vistas desde Puig de Missa
Hace unas cuantas décadas, Santa Eulària des Riu era un idílico pueblo blanco a pies del Mediterráneo. Sus gentes se dedicaban a la pesca y a la agricultura. “Olivos, algarrobas, almendros, naranjos y limoneros, albaricoques, trigo, maíz, alfalfa, melón y tallos de boniato, raíces en el suelo, frondas y ramas al sol, el agua borbollando bajo la tierra y corriendo por los riachuelos y las zanjas de riego”, describía Elliot Paul en su libro Vida y muerte de un pueblo español (1937). Hoy ese pasado aún se intuye desde la parte más alta de la localidad: Puig de Missa. Es recomendable subir a pie, y regala vistas de otra época, pero con más hormigón. La iglesia en su cumbre es todo un descubrimiento. Construida en el siglo XVI, tiene “muros inmensamente gruesos con saeteras tan estrechas en las almenas que más que ventanas parecían rendijas”, recordaba el propio Paul, que dejó escrito uno de los libros más apasionantes sobre la isla ibicenca.
Benirràs: el ritmo del atardecer
En la playa de Benirràs los tambores marcan el ritmo al que cae el sol cada atardecer. La fiesta grande es el domingo, cuando la afluencia se dispara a la misma velocidad que las dificultades para acceder. Rozando el mediodía se llenan los aparcamientos y ya solo se puede bajar hasta la cala en un transporte público bien organizado. Antes de perder la esperanza de encontrar un hueco, hay alternativas más allá del séptimo día. La percusión también se activa durante unos minutos a diario, suficiente para disfrutar una de las experiencias más singulares de esta isla con un baile o un chapuzón a última hora del día. También sorprende el eclecticismo que la música es capaz de reunir en unos pocos metros cuadrados: personas de todas las edades, países y estilos conviven en armonía al son de cada tambor. Además, los martes, viernes y domingos hay un coqueto mercadillo junto a la playa.
Relax en la cala San Vicente
En marzo de 1977, la británica Bonnie Cullen llevaba ya unos meses como residente en Ibiza, pero aún mantenía los ojos muy abiertos porque las sorpresas se repetían. “Ni máquinas, ni un camino pavimentado hasta donde la vista podía alcanzar”, relata en When the Water Speaks, libro de memorias que publicó en 2015 sobre las cuatro décadas que residió en el norte de la isla (aún no disponible en castellano).
Hoy las carreteras sí que están asfaltadas, pero la mayoría son estrechas y algunas recorren, con infinitas curvas, densos bosques de pinos. Una de ellas desciende hasta la cala San Vicente, a cuyos pies se despliega una de las playas más sorprendentes de Ibiza. Tiene 400 metros de largo y 50 metros de ancho, así que siempre hay hueco para poner la toalla. Arena blanca y aguas color esmeralda son sus principales argumentos para dejar pasar el día. En su minúsculo paseo marítimo hay un puñado de hoteles y restaurantes. Para buscar un poco de aventura no hay más que acercarse al sur hacia la cercana Platja de s’Aigua Blanca, más recogida, o dejarse caer hacia la cala d’en Serra, más al norte.
Sin prisa en Las Dalias
Cada mañana de sábado la minúscula localidad de Sant Carles de Peralta vive una revolución. Sus 3.000 habitantes se quedan en nada ante las miles de personas que se acercan al mercadillo de Las Dalias, que celebra este año su 70º aniversario. Los sábados son el día grande, pero no el único en el que dejar pasar las horas entre puestos de ropa, joyería, recuerdos, complementos, decoración, antigüedades o casi cualquier cosa que se pueda imaginar. Durante las tardes de domingo, lunes y martes —entre los meses de junio y septiembre—, el recinto también abre sus puertas. La afluencia suele ser más humilde, hay actuaciones de música en directo y la luz del atardecer también tiene una magia especial. Como el cercano Bar Anita, donde saborear unas buenas hierbas ibicencas. Los miércoles, el cercano mercadillo hippy Punta Arabí, en Es Canar, dispone de otros 500 puestos más para seguir buscando el capricho ideal entre las diez de la mañana y las seis de la tarde.
Rincones a los que solo se llega a pie
“Subí a una explanada y me tumbé bajo un árbol” comenzaba el pensador alemán Walter Benjamin su relato Al sol. Lo escribió en Ibiza el 15 de julio de 1932, justo el día en que cumplía 40 años. En él describe una de sus muchas caminatas por los bosques ibicencos del siglo pasado, en las que se concentraba en los olores que le rodeaban, los sonidos que le sorprendían a cada paso y los infinitos colores que le regalaba la naturaleza local; “desde el amarillo polvoriento hasta el marrón violeta”. Todavía hoy es posible saborear un poco de aquel silencio del que disfrutaba Benjamin en sus excursiones si se sabe buscar, aunque lo difícil es encontrar las clásicas lagartijas, ahora devoradas por las serpientes invasoras.
Hay opciones con mucho atractivo. Una fácil es pasear hasta el faro de la Punta de Moscarter, a las afueras de Portinatx y junto a acantilados con mucha magia. Otra es alcanzar la Torre de Valls, con vistas a Tagomago. Más exigente es el recorrido hasta Es Portitxol, que nace en la urbanización Illa Blanca, en Sant Joan de Labritja, y se adentra en un denso pinar hasta la pedregosa cala. Un baño en aguas tranquilas y transparentes es el regalo al esfuerzo. Y una forma de refrescarse para la vuelta.
El atractivo de las casas payesas
Arqueólogos, zoólogos, etnógrafos o historiadores fueron algunos de los profesionales que visitaban Ibiza con cierta frecuencia a principios del siglo XX. Lo hacían con asombro, alucinados por un territorio mediterráneo sin apenas influencias externas y que parecía aun sin explorar. Para los arquitectos el impacto fue enorme. “Ibiza, la isla que no necesita renovación arquitectónica” titulaba uno de sus artículos el barcelonés Germán Rodríguez Arias, pionero en su descripción de la arquitectura vernácula local, que más tarde atrajo a los profesionales agrupados en el Grupo de Arquitectos y Técnicos Catalanes para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea (GATCPAC).
El progreso turístico ha ocultado (cuando no derribado) buena parte de esas construcciones, pero aún hay joyas —algunas escondidas, otras no— en el norte de la isla, donde los niveles de protección patrimonial son ejemplares. Localidades como Sant Carles de Peralta, Sant Mateu d’Albarca o Sant Joan de Labritja acogen a muchas de ellas, tanto en el entorno rural como en sus minúsculos cascos urbanos. “Estas viviendas rurales nos impresionan por su belleza formal, como todo lo que es bueno y se ajusta simplemente a su objeto”, subrayaba el arquitecto alemán Erwin Broner en 1936. La iglesia de Sant Miquel de Balansat es otro buen ejemplo de las fórmulas constructivas locales, con sus ángulos rectos y paredes encaladas donde se abren pequeñas ventanitas.
Flotar sobre praderas de posidonia
Las gafas de bucear son elemento imprescindible para conocer Ibiza en toda su magnitud. En las áreas rocosas es posible cruzarse con pulpos, sepias o hasta alguna morena que mira con curiosidad. En las zonas arenosas hay minúsculos lenguados, salmonetes que parecen dedicarse a limpiar cada centímetro cuadrado del fondo marino o pequeños ejemplares de rayas que planean con delicadeza. Más allá, hay una experiencia única: la sensación de flotar sobre los bosques de posidonia, que parecen mecerse a cámara lenta. Son responsables de las aguas cristalinas tan características de las Baleares y en 1999 fueron declaradas patrimonio mundial por la Unesco. En sus praderas —algunas con hasta 100.000 años de antigüedad— la vida fluye. No hay más que fijarse bien. Al salir del agua, a veces, los cormoranes miran con interés desde las rocas mientras se acicalan. En todo caso, hay que recordar que a la fauna marina —como la terrestre— hay que dejarla tranquila. Su observación ya es regalo suficiente, como la oportunidad de disfrutar la otra cara de Ibiza.
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