Pedregalejo: jábegas, espetos y chiringuitos en el barrio de Málaga que no olvida sus raíces
Este rincón litoral al este de la ciudad andaluza acoge pequeñas playas, restaurantes tradicionales y también nuevos. Y, además, mantiene estampas que remarcan su larga identidad marinera
Calles de tierra, esforzados pescadores recogiendo el copo y olas que se cuelan por la puerta. El barrio de Pedregalejo de la infancia del carpintero de ribera Alfonso Sánchez-Guitard, de 50 años, está lleno de imágenes sugestivas. Había jábegas, sardinales y chalanas en el mar. Humildes merenderos donde se servían las capturas del día. Largas tertulias de pesca al rebalaje. “Era un lugar de gente sencilla que sonreía”, relata con añoranza el hoy responsable de Astilleros Nereo, donde aún se construyen barcas de manera tradicional. El recinto es hoy uno de los estandartes de una barriada de marcada identidad marinera, donde el aire huele a salitre y los viejos botes descansan en la arena. Una referencia al este de la ciudad de Málaga que, eso sí, no escapa a la turistificación, que ha transformado su fachada litoral en tiempo récord y modificado sus modos de vida. En pleno proceso de gentrificación, da la sensación de que poco tiempo queda ya para saborear lo que aún queda del verdadero Pedregalejo.
Cuenta Sánchez-Guitard que la realidad del vecindario se descubre a las cinco de la mañana cada 16 de julio, durante el rosario de la aurora por la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores. La procesión de la Estrella del Mar se llena de fieles acompañados de aparejos de pesca. “La protección en la mar la tenemos todos aquí metida hasta la médula”, destaca mientras la actividad en el astillero se sucede a su alrededor el maestro carpintero, que lleva años luchando para que la zona sea reconocida como Lugar de Interés Etnológico. Hay jóvenes llegados de Europa que aprenden a trabajar la madera y miembros del club de remo IES El Palo —una barriada solo separada por el arroyo Jaboneros, donde antes se recogía caña de azúcar— que construyen su propia jábega gracias a un programa formativo. Hay sonidos de sierras y lijadoras. Olor a brea y serrín. Declarado patrimonio industrial, también hay lugar para el ocio: aquí ofrecen navegar en barca —basta un grupo de amigos con ganas de remar— y visitar su museo, abierto cada sábado por la mañana. Presidido por Poseidón, cuenta con fotos del barrio en blanco y negro y artes pesqueras desaparecidas desde los años ochenta, cuando había almejas, erizos y mejillones en unas playas todavía de piedra.
Entonces el escritor Miguel Ángel Oeste era un adolescente que recorría en Vespino los callejones de arena y se colaba con sus amigos en las piscinas de la parte alta de Pedregalejo; “donde vivían los pijos”, recuerda. “Era un lugar muy salvaje, pero en el buen sentido. Todos nos conocíamos y había sensación de pueblo. Este era nuestro lugar sagrado, una especie de universo en sí mismo”, cuenta hoy Oeste sobre un barrio al que convierte en un personaje más de sus novelas. Lo es en Bobby Logan —nombre de la discoteca que marcó a una generación cuando esta zona era la favorita de los jóvenes— y en Vengo de ese miedo y Arena, cuyo protagonista, Bruno, se considera parte del paisaje. Como el escritor, era asiduo a la playa de arena blanca, traída de una cantera y que duró un par de años cuando construyeron los espigones en los ochenta.
La misión de las rocas era proteger la primera línea de viviendas, pero el autor malagueño recuerda su poder de transformación. Surgieron pequeñas playas y el paseo marítimo se asentó. La Tortuga ejercía después de punto de encuentro de una juventud sin teléfonos ni WhatsApp, también La Chancla, hoy un restaurante y hotel de tres estrellas. “En aquella época los móviles no hacían falta: ibas para allá porque sabías que tu gente estaba ahí”, recuerda por su parte Fran Montero, que en 2003 abrió La Galerna, pura novedad en aquella época: tostadas con aguacate para desayunar y ensaladas de ingredientes a la carta para el mediodía o la cena. El menú ha crecido y evolucionado para adaptarse, también, a una clientela más internacional. “Muchos son ya residentes aquí”, apunta el empresario, que se mueve por la costa en patinete y sale a buscar olas en su furgoneta. Montero cree que el barrio todavía mantiene su esencia gracias a estampas como las barcas en el varadero, pero también a cuestiones urbanísticas como la estrechez del paseo marítimo y el murete que lo separa de la arena. Es el lugar perfecto para sentarse a contemplar la felicidad, echar unas pipas y escuchar el rumor de las olas, “el sonido más viejo del mundo”, escribe la malagueña Esther García Llovet en su reciente libro Los guapos.
Hace poco más de una década había aquí al menos una decena de chiringuitos tradicionales, hoy casi todos fagocitados por el turismo. Uno de ellos, ya renovado, es El Caleño, que viste su terraza de blancos y azules que parecen sacados de Mikonos. Cerca, las cañas de La Santería viajan a la selva latinoamericana. El restaurante Aimé ofrece una decoración tan ecléctica como su menú: de la entraña argentina a la paella de mariscos, hamburguesas con queso o tataki de atún. Sapino y La Machina atraen a turistas jóvenes con propuestas de aires surferos. Un tiburón blanco en el techo y pantallas para ver el fútbol son la clave en Cocodrilo Dundee. Los manteles de cuadros de rojos en Ciao traen un pedacito de Italia junto a un cajero ATM, símbolo inequívoco de turistificación. Igual que las antiguas casitas de pescadores reformadas como pisos turísticos a 150 euros la noche. Cremades ha abierto una heladería que podría estar en Puerto Banús. Hay opciones para cualquier público. Incluso para un disidente local como Antonio Luque, el Sr. Chinarro, asiduo a una de las escasas terrazas a precios razonables, la del Kali.
Conchas finas, ‘tiburones’ y camperos
Rascando, con paciencia y ojo crítico, en 2024 hay pistas que siguen haciendo de Pedregalejo un rincón marinero. Basta perderse por sus callejuelas interiores como Cenacheros o Pepote, donde todas las vecinas se conocen. Protegen sus casas —tan grandes como cajas de zapatos— con un bosque de macetas, que esquivan como pueden turistas con maletas de ruedines y moteros de Glovo. La vida viaja aquí a otro ritmo. La mañana planea con un pitufo mixto de pan cristal en Periplo. Y el resto del día se goza en esos pocos chiringuitos supervivientes de nombres singulares como Andrés Maricuchi o Miguelito el Cariñoso. Sus conchas finas y bolos son promesas del aperitivo. Y el pescado a las brasas, una realidad que se deshace con sabor a mar para el almuerzo. El espíritu también se alimenta con el aroma a biznaga y las barcas de arena y brasas de olivo que asan las sardinas en espeto, a dos euros en El Merlo. Pasado, presente y futuro se dan la mano en apenas unos metros. “Hoy se ha reducido mucho el sentimiento de barrio, pero hay bastantes esfuerzos por preservar lo original”, relata Javier Pérez Castillo, vicepresidente del Club de Remo y Pala de Pedregalejo, fundado en 1998 y formado por unas 200 personas entre la sección de ocio y la de competición.
Sus jábegas —como la Boria, de intenso color amarillo y negro— son parte de ese intento por no olvidar las raíces. Cada tarde un puñado de mujeres y hombres —aquí conocidos como tiburones o tiburonas— las impulsan sobre la arena con ayuda de parales engrasados para arrastrar hasta el mar los 800 kilos de peso de estas embarcaciones. “Diría que es lo más fotografiado de la costa: es increíble la cantidad de personas, de aquí o de fuera, que nos hacen fotos”, subraya Pérez-García, que destaca el auge de la barca de jábega por deporte o por el simple hecho de remar y disfrutar de un paseo por el mar al atardecer. A veces hay suerte y los delfines acompañan mientras sobre la arena familias numerosas y jóvenes extranjeros apuran las horas de playa.
La cena la sirve, desde hace 40 años, Mamen Salido, una vecina nacida en estas calles que aún recuerda jugar entre las olas vestida con el uniforme del colegio. Su madre abrió el restaurante Mafalda en los ochenta, que se convirtió en la meca de los camperos malagueños como antes lo fue la Hamburguesería Anita: la referencia para tomar ese bocadillo de pan redondo relleno de jamón cocido, queso, lechuga, tomate y mayonesa que, con el tiempo, admite ya multitud de variantes. Ella empezó a trabajar con 15 años y ahí siguió más de tres décadas hasta que se independizó. En 2022 abrió Mya junto a su marido, Andrés Benegas, donde se sirven posiblemente los mejores camperos de la ciudad y no es raro encontrar a algún grupo de tiburonas de cena tras el entrenamiento. “Miramos locales en otras zonas, pero yo he nacido aquí, este es mi sitio. Decidimos quedarnos”, señala la mujer. “Si miras a la gente, aquí todo el mundo va contento. Cuanto estás en Pedregalejo la cara de felicidad no se te va”, insiste desde su restaurante, a un paso de la terraza del Pez Tomillo y el sabroso sushi de Misuto. También del Balneario de los Baños del Carmen, su bosque de eucaliptos y los Astilleros Nereo, lugar ya mítico que encierra la esencia de un pedregal que hace feliz a la gente.
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