Un adulto con un niño muerto
El libro de Miguel Ángel Oeste nos arrastra como a forajidos por un territorio que, siendo hostil, también puede convertirse en hogar
La buena literatura consiste en servir belleza en bandeja aunque esconda podredumbre, en embelesarse ante un adolescente que recuerda cómo su padre le imponía la bici sin ruedines para que aprendiera rápido aunque eso le llenara de heridas y costras. Porque en el papel, crecer con la mercromina en las rodillas puede ser hasta poético, aunque en la realidad esconda trazas de maltrato. Literatura es el terreno de lo implícito, lo no dicho, lo no explicado, lo que queda a la imaginación del lector, que debe completar en su cabeza los agujeros excavados con tesón. El cascarón delicioso de una verdad algo peor.
Y es lo que ocurre con Arena, libro recién publicado por el malagueño Miguel Ángel Oeste en Tusquets, un relato de agujeros en la memoria por los que bien podemos asomarnos para imaginar infiernos, y sueños, y una búsqueda perpetua de una felicidad que no parece estar nunca donde el protagonista se encuentra.
Es Oeste un apellido demasiado bonito para ser cierto y es que se trata del seudónimo que el autor eligió para desterrar los que heredó de sus padres. Padre, madre: sujetos dignos de un escrutinio social que nunca se produjo y que dejaron una víctima, un protagonista criado entre drogas, abandono y maltrato. El restaurante chino al que una vez fue le pareció el paraíso de felicidad porque se llamaba algo así, como las islas baleares en las que veraneaban las amigas o lugares que siempre iban a estar lejos, porque la felicidad no iba con él. Y que el lector decida qué es ficción y qué es realidad. Porque si el autor eligió Oeste como apellido es porque buscó una conquista, la de un espacio mítico en la vida o en la literatura, un western particular en la que fijar su carromato emocional.
Es verano, hace calor, no hay más que hacer que pasar el rato en playas y largas noches con la panda más desabrida y el protagonista de Arena está en la adolescencia, al filo de una edad adulta que le exigirá otras cosas y dejando atrás una niñez confusa. “Un adulto con un niño muerto dentro”, dice. “Lo único a lo que aspiraba era a salir de mí”. Él y sus amigos abordarán traiciones, cuernos, malos colocones y el repertorio habitual a esa edad pero todo eso será lo de menos porque, aunque ocurra en lo que parece un momento estático, el tiempo detenido de un verano, el movimiento es interior.
“El pasado me arrastraba como arrastraban a los forajidos en las películas del Oeste”, piensa el protagonista. Y es acaso el espíritu de esa palabra, arrastrarse, y su sujeto —el pasado, los padres, el amigo de papá— el que nos pone el ronzal para llevarnos como a forajidos por un territorio que, siendo hostil, también puede convertirse en hogar. Libro duro y entrañable a la vez.
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