Ir al contenido
_
_
_
_

Siguiendo el río Hudson hasta la bohemia Woodstock, el plan para escapar de la bulliciosa Nueva York

Una ruta entre bosques, lagos, puentes históricos y coquetos pueblos que acaba en la localidad que vive de la leyenda de un festival que, en realidad, se celebró a más de una hora de distancia

Woodstock, situada en el condado de Ulster, Nueva York

Cuando necesitan aire, los neoyorquinos cruzan los altos desfiladeros de Manhattan, toman la carretera 9 hacia el norte desde Harlem y siguen el curso del Hudson —un río que se emborracha con aceite, decía Lorca— hasta las suaves cumbres de los Catskills, que cambian de color con las estaciones y que en otro tiempo marcaron la frontera natural de Estados Unidos. En estas montañas se puede pescar con mosca o ir en kayak por sus ríos y lagos, emprender largas caminatas por senderos boscosos, deslizarse por las pistas de una estación de esquí, jugar al golf en uno de sus seis campos públicos o incluso alojarse durante un fin de semana en alguna granja, donde la vida rural calmará el estrés urbano. También se puede, sorteando el riesgo, asomarse a las fabulosas cataratas Kaaterskill, que son más altas que las del Niágara —tienen algo más de 70 metros de caída en dos niveles— y cuya belleza ha inspirado desde hace más de un siglo a pintores y escritores, como Thomas Cole o John Burroughs.

Por la orilla este del Hudson, antes de cruzar la larga estructura de hierro del puente Governor Mario M. Cuomo, la carretera pasa junto a la casa donde vivió el escritor Washington Irving, en Tarrytown: una granja holandesa del siglo XVII con tejado a dos aguas y un porche abarrotado de glicinas, que reconstruyó y amplió cuando regresó de Europa y a la que llamó Sunnyside, la ladera soleada. Aquí están las pertenencias del escritor rescatadas en 1945 por John D. Rockefeller Jr. cuando compró la casa para abrirla al público como museo, con su despacho, la biblioteca y el escritorio de roble que le regaló su editor. En la cercana Sleepy Hollow ambientó Irving su famosa leyenda, en la que un jinete sin cabeza aterrorizaba a la población. Cada año, por Halloween, tours teatralizados recorren las calles hasta la iglesia y el cementerio gótico, donde reposan los restos del escritor junto a personalidades como la empresaria Elizabeth Arden o el magnate del automóvil Walter Chrysler.

Al otro lado del río, el asfalto se desliza entre bosques y lomas, transitado por grupos de moteros y brillantes descapotables, atravesando el valle de Seven Lakes hacia la Bear Mountain, desde cuya torre de observación se ve Manhattan en los días claros. En este parque estatal hay un área de recreo con una piscina natural y botes para remar, y los miércoles y sábados se celebra una feria de autos clásicos.

Hacia New Windsor se divisan desde la ventanilla algunas esculturas del Storm King Art Centre, que salpican las colinas de Mountainville. Este museo al aire libre exhibe obras de artistas como Henry Moore, Alexander Calder, Richard Serra o Roy Lichtenstein, y se puede recorrer a pie, en tranvía o en bicicleta.

Aunque aún queda un poco lejos, hasta New Paltz parece llegar cierto aire Woodstock: antigüedades, banderas arcoíris, artesanía, hostels para estudiantes o el característico símbolo de la paz en algunas fachadas y jardines. Esta localidad del condado de Ulster fue fundada en 1678 por hugonotes huidos de Francia y presume de albergar el barrio habitado más antiguo de Estados Unidos en la Huguenot Street, donde languidecen algunos edificios originales de estilo holandés y la iglesia de 1717, reconstruida piedra a piedra con su cementerio anexo. Junto a esta calle fluye el río Wallkill, cuyos humedales albergan el santuario de vida silvestre Nyquist-Harcourt, donde viven protegidas más de 140 especies de aves. En las afueras, reflejado en el río, se extiende el campus de la Universidad Estatal de Nueva York en su sede más importante, circundado por un camino que discurre entre bosques y prados. Los domingos se celebra un mercado al aire libre donde los agricultores de la zona venden sus productos: cervezas artesanas, manzanas, sidra y licores, calabazas, melocotones o repostería, ambientado con actuaciones musicales de los artistas locales. A unos pocos kilómetros, el histórico Perrine’s Bridge, el segundo puente cubierto más antiguo del Estado, cruza el río de puntillas con su frágil estructura de madera.

Kingston New York

En su largo camino hacia el sur, el Hudson se encuentra en Kingston con su afluente, el Rondout Creek. Esta ciudad costera con aceras de piedra azul, surgida de la colonización holandesa, fue la primera capital del Estado de Nueva York en 1777, y su puerto, un núcleo de actividad comercial en el siglo XIX. El distrito histórico de Stockade conserva varios edificios del siglo XVII como el del Senado, cuyo museo recrea la vida de aquellos colonos con mobiliario y retratos de la época. El pasado floreciente de la localidad impregna el Uptown de coloridos murales y galerías, floristerías y pequeños anticuarios, cafés y bistrós donde almorzar el típico bacalao con patatas fritas, degustando cerveza artesanal o el crianza de algún viñedo cercano, además de tiendas vintage y alguna amalgamada librería en cuya trastienda se encuentran bolsos pasados de moda o viejas portadas originales del New Yorker primorosamente enmarcadas. En el paseo fluvial hay pequeños templetes de la biblioteca local y paneles que cuentan la historia de barcos famosos como el Mary Powell, la reina del Hudson. De mayo a octubre se puede hacer un crucero por el río en un barco de propulsión solar desde Rondout Landing, visitando el faro. En el patio del Museo Marítimo, que organiza charlas y talleres de navegación y construcción de barcos, duerme desde el siglo pasado el gigante Mathilda, uno de los últimos remolcadores a vapor, soñando que aún surca estas aguas.

Hacia Woodstock la carretera bordea el embalse de Ashokan, uno de los más grandes del país, que abastece a la ciudad de Nueva York, sobrevolado por águilas calvas y rodeado por el sendero de una antigua vía ferroviaria.

Es sabido que aquellos tres días de paz y música del festival que marcaría a varias generaciones no se celebraron en esta localidad en 1969, sino en las praderas de una granja de Bethel, a más de una hora de aquí. Pero Woodstock vive de su leyenda y despliega su bohemia a lo largo de Tinker Street, la arteria principal que la atraviesa, donde las raíces de los árboles empujan el viejo pavimento lavado por las lluvias de ayer y los postes lucen carteles con los próximos conciertos del Bearsville Theater. Quizá sea la sucesión de librerías, galerías y encantadoras tiendas decoradas con flores, bombillas y banderines, cuyas cristaleras pintadas de blanco ofrecen artesanía, ropa vintage o camisetas tintadas de colores, y toda clase de objetos que celebran la música y la fraternidad. En la plaza, frente a la iglesia, se yergue un monolito con la frase “Que la paz prevalezca en la Tierra” grabada en todos los idiomas del mundo. Ya a principios del siglo pasado, en Woodstock se estableció una importante comunidad de artistas, la colonia Byrdcliffe, cuyo centro exhibe y vende en esta calle las creaciones de sus alumnos y residentes, entre los que estuvo Bob Dylan.

Alargando el paseo, en una sobria construcción pintada de rojo, se descubre la sede del Woodstock Film Festival, que se celebra cada otoño y cuenta también con un programa de residencias para cineastas emergentes. Tras almorzar con productos de las granjas locales, apetece adentrarse desde algún sendero en la enorme reserva forestal de Catskill, donde con suerte se verán linces, osos o pumas. También, bajo el efecto del apacible espíritu Woodstock, ir a meditar al monasterio tibetano Karma Triyana Dharmachakra, que se oculta con su gran Buda dorado en la espesura de estas montañas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_