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Pueblos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La metaformosis de una cosmopolita en el medio rural

Según ibas creciendo, la urbe te fagocitaba e iba anquilosando capacidades adquiridas en el pueblo que creías innatas: andar por terrenos escarpados sin resbalar, la apacible convivencia con los insectos, el poder sanador del tedio…

Turismo Rural
Llegar al pueblo en verano suponía un proceso de ruralización que incluía la degeneración gradual de la apariencia anodina del sujeto de ciudad.Lucas Foto Art / GETTY IMAGES

No sé quién de nosotros ideó la teoría de género de los saltamontes según el color del interior de las patas (rojo ellas, azul ellos). La consistencia científica de tal hipótesis era nula. Pero eso no lo supimos hasta muchos años más tarde. Llegar al pueblo en verano suponía un proceso de ruralización que incluía la degeneración gradual de la apariencia anodina del sujeto de ciudad, para deleite de los que habitaban allí de forma perenne. El vestidito inmaculado y el lustre de los zapatos deja paso a El pequeño salvaje de Truffaut en el estado más puro. Un pequeño Mowgli de aldea que lo mismo sube a un árbol que pela una avellana con los dientes. Era una metamorfosis imprescindible para la supervivencia.

La incapacidad de atravesar la pequeña calle empedrada que divide el concejo sin que cinco personas se hayan interesado por tu procedencia es parte de la experiencia. Tras descubrir que media aldea es pariente indirecto por parte de tu tío segundo acabas con los mofletes marcados por pellizcos de cariño, una morcilla de arroz y un manojo de puerros en la mano como un trofeo a la consanguinidad.

Lo rural tuvo sus más y sus menos, dependiendo de la edad. Durante la infancia ir al pueblo era, sin duda, el acontecimiento del año, pero en ese terreno fangoso denominado adolescencia fue una especie de castigo porque había que dejar el ritmo vertiginoso de cosas que pasaban en la pandilla de la playa y tú no ibas a poder ser parte. Además, según ibas creciendo, la urbe te fagocitaba e iba anquilosando capacidades adquiridas que creías innatas: andar por terrenos escarpados sin resbalar, la apacible convivencia con los insectos, el poder sanador del tedio

Mi prima Begoñita descubrió su interés por la entomología sumergiendo escarabajos en alcohol dentro de botes reciclados de mayonesa Musa. Hasta que se cansó.

Porque en el pueblo podías pasar toda la eternidad desempeñando una misma actividad, como atravesar esas cortinas de flecos metálicos de ruidillo tan característico para desquicio de tu madre. Semanas enteras como Jacques Costeau, observando el crecimiento de los renacuajos del pilón. El pilón, ese recipiente pétreo, resbaladizo, cubierto de musgo, bichos y agua fría más propia de Noruega que de latitudes castellanas. Cuanto más verdín y más turbia estuviera mejor. Que te tirasen al pilón marcaba tu aceptación en el medio rural, como los rituales de iniciación de la Universidad de Eton.

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Lo rural tiene sus más y sus menos, dependiendo de la edad. Durante la infancia ir al pueblo era, sin duda, el acontecimiento del año.
Lo rural tiene sus más y sus menos, dependiendo de la edad. Durante la infancia ir al pueblo era, sin duda, el acontecimiento del año.Orbon Alija (GETTY IMAGES)

Cuando era pequeña me gustaba un niño de Barcelona que se llamaba Jorge y jugaba al fútbol. No había nada que hacer; yo era un ser desgreñado con un bañador de cuerda y una barriga tan prominente que impedía ver las cangrejeras en mis pies. Al año siguiente, vino un grupo de voluntarios a catalogar unos huesos que habían aparecido en el suelo de la iglesia. Esos sí eran mayores. Jorge quedó relegado a un segundo puesto porque esos, los “mayores de verdad”, nos hablaban y hacían caso, además de jugar al escondite dentro del lavadero abandonado, un lugar de salubridad altamente cuestionable. Y por la noche cantábamos. Pero solo mandaron a los voluntarios aquel verano. El verano siguiente me tuvo que gustar Jorge otra vez.

En el rural las camas castellanas de nogal presiden los dormitorios: estructuras macizas e inamovibles con el bombín de la luz anexionado a un cable para no tener que levantarse a apagarla. El invento del siglo. Las cocinas eran aquellos lugares de los cuentos que tanto alababa el personaje de Paulina de Ana María Matute o el Pascual Duarte de Cela. La cocina es el centro neurálgico de la casa y donde ocurre todo lo verdaderamente importante. La lumbre, un banco con cojines de ganchillo y el eterno aparador de formica en colores chillones completaban el mobiliario rural más chic del momento.

Laura Cano, su madre y su hermana, durante un verano en los noventa en Tartalés de los Montes (Burgos).
Laura Cano, su madre y su hermana, durante un verano en los noventa en Tartalés de los Montes (Burgos).LAURA CANO

Perder el pueblo es renegar de la capacidad de asombro, el pueblo es Walden, pero en Riofrío. Lo rural es poder perderse en la insignificancia, en el poder de las pequeñas cosas, la incomodidad (necesaria) de pasar mucho tiempo con uno mismo. Escuchar el silencio, observar a los otros… Como a mi abuela Pilar, que deambulaba de aquí para allá con el halo de luz que emanaba de su cabello blanco recogido en un moño que, a veces, deshacía para que peináramos la melena con un peinecillo de carey. Sentada en una silla de mimbre y a la entrada de la casa, que nos dejara acicalarla era una misión casi mágica, como quien peina la nívea crin de un unicornio blanco. Ella hablaba poco con la boca y mucho con los ojos. Cuando desgranábamos habas en círculo sonreía al comprobar nuestra escasa habilidad.

- Abuela ¿nos bañas luego en el barreño?

- Cuando llenes de habas el bolsillo grande del delantal…

Ahora soy mayor, mucho más que los voluntarios de la iglesia aquel verano, pero me acabo de bañar en el pilón.

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