Desconexión en Villa La Ferdinanda, la joya escondida de los Médici en la Toscana
Entre longevos viñedos y olivares se alza Tenuta di Artimino, una majestuosa finca del Renacimiento tardío. Catar sus vinos, recorrer el pueblo medieval o disfrutar de la gastronomía que popularizó la familia de mecenas en Europa occidental son algunos de sus atractivos
En el ocaso del siglo XVI, los Médici podían alardear de ser la familia más poderosa e influyente del Renacimiento. Estirpe de papas, reinas de Francia y, sobre todo, mecenas de artistas y científicos de la época, este linaje de banqueros oriundos de Mugello, al norte de la Toscana, cambió el rostro de Italia por completo. Propulsores de la nueva arquitectura de Florencia y de los grandes nombres que la trazaron (entre otros, Miguel Angel, cuya prolífica obra se puede ver en la Galeria degli Uffizi), aplicaron su protocapitalismo a un modo esteta de ver la vida, marcado por el deseo de rodearse de belleza absoluta en todos los ámbitos. Incluidas sus residencias.
Construida en 1596 como un gran pabellón de caza para Ferdinando I de Médici, el tercer Gran Duque de Toscana, la finca Tenuta di Artimino simboliza el esplendor de esta dinastía, amante de los paisajes bucólicos y los placeres terrenales. “Estuve hoy en Artimino y, créame Su Alteza, que encontré un manantial allí“, escribió el Gran Duque a su esposa Cristina de Lorena en enero de ese mismo año tras un primer viaje. Su estratégica ubicación no desmerece estas palabras. Abierta a las colinas y viñedos de los montes de Montalbano, esta finca de 732 hectáreas en medio de la campiña toscana fue considerada tierra sagrada durante la época de los etruscos, y albergó un pueblo medieval como muestra la huella rústica de la zona.
En tan solo cuatro años, las obras orquestadas por el famoso ingeniero militar y artista de la época Bernardo Buontalenti llegaron a buen término, fruto de la unión de las distintas propiedades que la familia Médici dispuso para el culto humanístico de las artes y la poesía. La Villa La Ferdinanda, como se la conoce hoy, brilla majestuosa y atemporal en su planta militar, declarada en 2013 patrimonio mundial por la Unesco junto al pueblo medieval y los jardines de los Médici de Artimino.
Reconocible por su impresionante escalera de estilo milanés a la entrada, es famosa por el enjambre de chimeneas que decora el tejado, de ahí su mote: Villa dei Cento Camini (villa de las cien chimeneas, en español). Un capricho artístico de Buontalenti no solo para animar su fachada austera, sino para calentar las espaciosas estancias como demandaba Ferdinando I al sufrir de gota. El interior continúa la estela noble del edificio, decorado con frescos de los pintores renacentistas Domenico Cresti y Bernardino Poccetti. A lo largo de los siglos, esta portentosa residencia dio cobijo a nombres ilustres de la cultura italiana como Galileo Galilei, que fue invitado en 1608 por Ferdinando para instruir a su hijo Cosimo en Matemáticas.
Gestionado ahora por la línea de alojamientos singulares y lujo Meliá Collection, alberga en el edificio principal de principios del siglo XVII La Paggeria Medicea, un hotel con encanto al estilo toscano en el que dormir a pierna suelta con vistas a los viñedos y olivares de la finca, a tan solo 20 kilómetros de Florencia. Quienes prefieran alojarse en el corazón del pintoresco pueblo pueden hacerlo en Borgo de Artimino, una residencia de apartamentos con cocina americana y piscina compartida en la que sobrellevar los veranos sofocantes de esta región italiana. Situados en las antiguas casas solariegas del pueblo tras una minuciosa restauración, son una buena manera de experimentar cómo se vivía en la época medieval cuando aún existía la antigua muralla, conocer a pie la antigua Torre del Reloj y la iglesia parroquial románica de San Leonardo o tomarse un helado artesanal en la Gelateria La Torre.
Para una escapada más alejada del bullicio aldeano, dentro de una antigua casa de labranza renovada se alzan las cabañas de campo Le Fagianaie. Con dos habitaciones y capacidad para cuatro personas, aportan absoluta privacidad durante la estancia en la granja del mismo nombre. Inmersa en el silencio de los campos de olivos, los elementos típicos de la arquitectura toscana se suceden uno a uno en esta peculiar vivienda, como las baldosas de terracota o los techos resguardados por vigas centenarias de madera con jardín privado.
Un festín
De sobra es conocido el amor insaciable que los Médici sentían por la gastronomía. Catalina de Médici revolucionó la realeza francesa con su extensa corte de cocineros, panaderos y chefs a su llegada a Marsella (Francia). A ella se le debe el uso extendido del tenedor, el gusto por poner la mesa y una larga lista de postres populares hasta entonces exóticos, como el flan o los helados. La inclinación por hacer de la comida un arte que practicó esta familia italiana desde sus orígenes se mantiene intacta en las cocinas de la Cantine Granducali, un antiguo asador dentro de la villa construido bajo el diseño de Leonardo Da Vinci.
El artista florentino frecuentó la zona en sus años de juventud para visitar a su abuela Lucía Zosi, propietaria de un horno de leña. Esos viajes sirvieron a Da Vinci para palpar el territorio de Carmignano, desde la cresta de Montalbano hasta Artimino, y diseñar la cocina del ahora restaurante gourmet Biagio Pignatta (Viale Papa Giovanni XXIII), bautizado con el nombre del primer mayordomo de Ferdinando I. Tras el paso de la chef piamontesa Michela Bottaso por sus fogones, esta nueva temporada asume la batuta Walter Ferrario, todo un referente de la gastronomía toscana. Las recetas que los Médici popularizaron en el siglo XVI por toda Europa (como el pato a la naranja que devoraba Catalina o la bistecca alla fiorentina) se suceden en su carta con ingredientes locales directamente extraídos del jardín de Artimino. Esta huerta de 5.000 metros cuadrados abastece bajo un cultivo biodinámico y de temporada a su despensa, con sus propias frutas y verduras unido a embutidos y quesos de la zona, disponibles no solo en su carta (o en la de la Cantina del Redi en Borgo di Artimino; Via Cinque Martiri, 4), también en catas de vino y clases de alta cocina ofrecidas por el chef —como la que enseá elaborar pasta artesanal—.
El aceite de oliva virgen extra de intenso sabor y aroma es el fruto protagonista de la Tenuta di Artimino. Elaborado de forma tradicional bajo sencillas técnicas que arrastran siglos, se extrae de los más de 17.0000 olivos de la finca durante los meses de octubre y noviembre, fecha en la que los visitantes pueden participar en la recogida de la cosecha. Tras el trabajo duro, se premia la experiencia con un pícnic a partir de fiambres, quesos y vinos autóctonos.
Pero un profundo conocimiento de su jardín culinario no termina aquí. El arranque de la primavera (y hasta octubre) da el pistoletazo de salida a la caza de la trufa en los bosques que rodean a esta villa de los Médici. Se puede también participar en su búsqueda guiados por un perro trufero y un profesional que relatará los secretos de este manjar. Como broche final, la degustación de varios platos con la trufa como ingrediente estrella o una demostración de cocina temática para descubrir sus encantos. Los más golosos podrán también saciar su curiosidad en un taller de miel impartido por la apicultora Daniela Daniele, acompañado de la cata de las especialidades de la región de Carmignano —acacia, flor silvestre y castaña—, mermeladas y del agresto, un condimento picante de la zona conocido desde la época romana.
Un destino de culto al vino
Dar a conocer un original recetario no fue el único mérito gastronómico de los Médici. Su linaje cosmopolita continuó la pasión por el vino que el pueblo etrusco cultivó en la tierra de Artimino siglos antes, reconocido entre los mejores vinos del Renacimiento tardío por su longevidad y elegante sabor. Fue en 1716 cuando el Gran Duque de Toscana Cosme III de Médici estableció las normas de producción, vendimia y comercialización que darían lugar a la primera denominación de origen controlada de la zona.
Desde los años ochenta del pasado siglo, la familia Olmo —parientes del ciclista olímpico Giuseppe Olmo— es propietaria de los viñedos que circundan La Ferdinanda, cuya tercera generación mantiene intacta las tradiciones centenarias frente a una agricultura limpia y respetuosa con el entorno. En su tierra fértil se encuentran viñas nobles como sangiovese y cabernet que mandó cultivar Catalina, la hija de Ferdinando, en el siglo XVII.
En la actualidad su disfrute no se limita a las catas de Carmignano que ofrecen diferentes espacios, como el interior de la bodega, bajo la logia en el jardín o en los restaurantes Biagio Pignatta y Cantina del Redi (a partir de 25 euros con un acompañamiento de embutidos y quesos; bajo reserva). Es también un ingrediente esencial de su cocina, perfumando clásicos como el solomillo de ternera al Poggilarca o el helado al Vin Santo. En los meses más templados, la mejor forma de degustar sus longevos vinos es de la mano de un chicnic, la experiencia que ofrece la bodega en compañía de un sumiller por algunos puntos panorámicos de la finca. Un momento para relajarse y saborear tanto las vistas como algunas viandas preparadas por el milanés Walter Ferrario y, cómo no, sus elegantes vinos.
Para redondear la experiencia vinícola, el pueblo de Artimino alberga un lugar dedicado al pleno relax. Un completo spa y espacio de wellness que practica la vinoterapia en sus tratamientos para rostro y cuerpo, perpetuando la creencia desde tiempos remotos sobre las propiedades que contienen el vino como un poderoso reafirmarte de la piel que ayuda a frenar su envejecimiento. Seguro que Catalina de Médici ya estaba al tanto de ello.
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