Aguas termales y turismo bélico en La Vilavella, el pueblo de Castellón donde nacieron el escritor Manuel Vicent y el Mago Yunke
Un recorrido por este municipio de la comarca de la Plana Baixa, entre el Mediterráneo y la sierra de Espadán, que conserva restos de antiguos balnearios y ofrece una cocina basada en los sabores ancestrales de los productos de la zona
La Vilavella es un municipio de poco más de 3.000 habitantes en la comarca de la Plana Baixa, en Castellón. Su origen se remonta a la época romana, y aunque su actividad económica ahora es básicamente agrícola conserva vestigios de un pasado de balnearios pletóricos gracias a las propiedades de sus aguas subterráneas. El nombre de Vilavella, Villavieja en valenciano, refiere a la antigüedad del lugar. De esta noble alcurnia se vanaglorian, lógicamente, sus actuales vecinos. La localidad está a siete kilómetros de la costa y a los pies de la sierra de Espadán.
Los manantiales locales eran apreciados desde antiguo por sus supuestas propiedades para el tratamiento de enfermedades articulares, musculares y respiratorias. Parece que los romanos ya las utilizaban, como atestigua un santuario hispanorromano dedicado al dios Apolo (del siglo I antes de Cristo al siglo IV después de Cristo), situado en la cima de la Muntanyeta de Santa Bàrbara. Este templo estuvo históricamente vinculado a la fuente de aguas termales que brota a sus pies. No lejos están los restos de un castillo árabe del siglo X, conocido como el castillo de Nules, conquistado por Jaime I en 1238.
Desde el siglo XVIII hay constantes referencias a los baños y propiedades de las aguas de La Vilavella, como demuestra el tratado del científico valenciano Antonio José de Cavanilles (1745-1804), entre otros. En 1888 las aguas termales de la Font Calda de La Vilavella —que manan a una temperatura de 27 °C— obtuvieron la medalla de plata en la Exposición Universal de Barcelona, y en 1909 la medalla de oro en la Exposición Regional de Valencia. Desde estas grandes ciudades se desplazaban los burgueses finiseculares para tomar las aguas y disfrutar de los tratamientos en los diferentes establecimientos termales de la localidad.
A principios del siglo XX, La Vilavella contaba con una red apreciable de hoteles y fondas, un teatro, múltiples cafés y unos parajes idóneos para el paseo reposado. A lo largo de su trama urbana se llegaron a ubicar 11 balnearios. Este esplendor se extinguiría bruscamente en la segunda mitad del siglo pasado. En la actualidad, el agua termal sigue brotando sin descanso y tiene las mismas propiedades de siempre, pero solo queda un balneario (Balneario Villavieja) en todo el pueblo. Los visitantes cuentan, eso sí, con diferentes rutas por los antiguos establecimientos.
La ubicación del pueblo ha propiciado, además, otra clase de turismo: el bélico. Aquí se paró el frente en 1938, cuando las tropas de Franco comenzaron la ocupación de Cataluña y se preparaban para el golpe final contra Valencia. La ciudad aún resistiría unos cuantos meses más, gracias, entre otros factores, a la línea defensiva XYZ, que serpenteaba entre Teruel y la costa mediterránea. Testigos de los combates son toda clase de restos militares, búnkeres, casamatas… que ahora los municipios de La Vall d’Uixó y La Vilavella han puesto en valor. La cercana población de Nules (cuyo origen histórico es la propia Vilavella) fue severamente castigada por la artillería y la aviación golpista.
Vilavelleros ilustres son el escritor Manuel Vicent y el Mago Yunke, uno de los mejores ilusionistas del mundo y nieto del herrero del pueblo. Vicent ha recreado a menudo en sus obras su infancia y adolescencia en este trasunto del paraíso original, los campos de naranjo en flor y la cercanía de un mar nutricio e inabarcable. En Contra Paraíso (1994), probablemente el título que mejor ha reflejado los avatares de crecer en una aldea inmersa en el azar del azahar, hay una galería de tipos locales inolvidables, porque un pueblo pequeño es la traducción exacta de la diversidad universal: “El practicante señor Mus divertía a los bañistas con juegos de manos para que le invitaran a una horchata del bar Nacional. A veces también se dedicaba a hipnotizar a quien se dejara, pero solo cuando se encontraba en forma: entre los bañistas había señoritos de Valencia, huertanos de la Ribera y payeses del Maestrazgo. Estos traían junto con el reuma un saco de longanizas, chorizos y cecina de las masías y los colgaban en ristras a modo de guirnaldas en los balcones de los balnearios y el señor Mus miraba los embutidos con lujuria mientras se sacaba el as de la manga”.
Un alto gastronómico en la Muntanyeta de Sant Antoni
A la hora de comer, es muy recomendable acudir a un restaurante cercano, ubicado a menos de 10 kilómetros de La Vilavella. Se trata de la Muntanyeta de Sant Antoni, en un promontorio en el término de Betxí que debe su nombre a una ermita del siglo XVII. Ha sido tradicionalmente un lugar de peregrinación durante la festividad de San Antonio Abad y también, ya en el siglo XX, un referente del valencianismo político, que organizaba aquí concentraciones. El montículo permite contemplar toda la comarca de la Plana, exultante de clorofila, y la orografía particular de este bello rincón mediterráneo, desde el Montgó, en el sur, al Penyagolosa, en el norte.
Ahora que los cocineros son las nuevas estrellas y las cocinas se articulan con el dramatismo de los escenarios teatrales, la de la Muntanyeta de Sant Antoni ofrece algo tan modesto y tan imprescindible como un menú clásico con productos de la zona y la mínima experimentación para no alterar sabores ancestrales. No hace falta inventar nada cuando se cuenta con una tabla de quesos de Almassora, Almedíjar y Catí (Castellón es tierra de grandes queserías, integradas en la Ruta del Sabor) o con una simple crema de calabaza a la que se le añade tan solo unas gotas de aceite de trufa de las montañas interiores. Luego vendrán el pulpo a la brasa con parmentier y aceite de sobrasada (una receta imperecedera) y erizos con caviar gratinado. Y cuando los comensales comienzan a estar satisfechos, el cocinero sorprende con la contundencia de una paletilla al horno a baja temperatura con cebolla y miel o una corvina con gambas y verdura. De postre, no hay que olvidar el flan de chocolate y helado de pistacho con salsa de fresa o el pastel de manzana con helado de vainilla.
Con todo lo visto, experimentado y comido, el visitante ya puede volver a casa. Ha recalado en una tierra ancestral, tan antigua como un olivo milenario. Ese privilegio ya es su particular tesoro.
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