Los castillos secretos del valle del Loira
Brézé y sus profundos fosos y ciudad subterránea, el ‘ecohotel’ de la gran abadía real de Fontevraud, el vino Rosé d’Anjou de Brissac y otras sorprendentes fortalezas menos frecuentadas por los turistas
El Loira es el río más largo de Francia. Supera los 1.000 kilómetros y atraviesa el país de oriente a poniente, desde el Macizo Central hasta el Atlántico. En su tramo medio baña el valle del Loira, que más que accidente geográfico es un imaginario heroico. Le aplican el faraónico epíteto de Valle de los Reyes. Docenas de monarcas han hecho historia aquí en centenares de castillos, remansados como hojas a orillas del río. Solo la Association Châteaux de la Loire agrupa 83 castillos, pero son tres o cuatro veces más los que hay aquí, quién sabe. Algunos muy conocidos, no en vano el valle es patrimonio mundial de la Unesco desde el año 2000. Sin embargo, hay otras fortalezas menos frecuentadas, casi secretas, y no por eso menos sorprendentes.
El Château de Brézé es uno de ellos, en el tramo del Loira que va de Saumur a Angers. Lo llaman el castillo bajo el castillo. Y es que lo que se ve desde el parque que lo envuelve es solo una punta de iceberg: un caparazón construido entre los siglos XI y XIX, rodeado por los fosos secos más profundos de Europa, de unos veinte metros de hondura. A ese abismo se abren ventanas y oquedades horadadas en la roca. Y es que debajo del castillo y en los bordes del foso se oculta una ciudad subterránea. Con corredores y habitáculos, molinos y graneros, lagares, establos. Todo lo necesario para vivir una película distópica.
El trogloditismo no es atributo exclusivo de este castillo. La toba de las colinas que bordean por aquí al valle del Loira favorece lo que se ha convertido en reclamo turístico. En la cercana Turquant se infiltra en los agujeros de gusano de la cornisa de marga todo un poblado, el Village des Métiers d’Art: talleres de oficios artesanos, tiendas, restaurantes y hoteles trogloditas. En Doué-la-Fontaine, el restaurante Le Caveau ocupa una cueva de siglos y sirven platos casi prehistóricos como fouaces (champiñones rellenos) y galipettes (panecillos al horno de leña con carne mechada). Todo en porciones descomunales: hay que recordar que cerca de aquí, en una casa de campo junto a Chinon, La Devinière, vivió en el siglo XVI François Rabelais, autor de cinco libros centrados en los voraces gigantes Gargantúa y su hijo Pantagruel; todavía hoy aplicamos el adjetivo pantagruélico a un ágape gigantesco.
Los piadosos señores de Brezé —el cardenal Richelieu tenía alcoba propia en el castillo— protegieron con largueza a la cercana abadía real de Fontevraud; una de las más grandes de Europa. Una ciudad monástica con cuatro comunidades dúplices, es decir, de hombres y mujeres. Fundada en el siglo XII, en su iglesia románica de porte catedralicio se encuentran los sepulcros polícromos de varios soberanos de la dinastía Plantagenet. Entre ellos, el de Leonor de Aquitania y el de su hijo, Ricardo Corazón de León. Aquella comunidad medieval fue en cierto modo precursora de las colonias agrícolas o industriales que surgirían en los sueños utópicos del siglo XIX. En ese siglo, Napoleón convirtió la abadía en una colonia penitenciaria, y eso fue hasta 1963. Hoy, magníficamente restaurada, es un polo turístico de primera, con un hotel ecológico, un restaurante con estrella Michelin cuyo chef se rige por las fases lunares y un terreno de esparcimiento que vale por media provincia. Además, en mayo de 2021 (con más de un año de retraso por la covid) se abrió al público un singular museo de arte moderno en las antiguas tenerías del complejo monástico.
Muy cerca también de Brezé, a orillas del río Thouet, se esconde un castillo que es en realidad una ciudadela: el de Montreuil-Bellay. Un cinto de murallas de más de medio kilómetro, con 15 torres, protege a una fortaleza medieval convertida en palacio en el siglo XV, cuando se añadió la colegiata gótica y unos apartamentos para canónigos en plena forma —o no podrían haber pasado el trámite de sus traidoras escaleras de caracol—. Los visitantes pueden adquirir botellas de un vino muy apreciado que se cría en los predios del castillo.
A pocos kilómetros se encuentra Brissac, otro castillo con vino reputado, el Rosé d’Anjou, que se cría en sus dominios. A este le llaman “el gigante” de los castillos del Loira, ya que es el más alto: siete pisos. Como en otros casos, la fortaleza medieval fue transformada en palacio en el siglo XV por Pierre de Brezé, ministro del rey Carlos VII. Su hijo, Jacques, tuvo la mala fortuna de sorprender a su esposa con un amante, así que tiró de espada y mató a ambos. Dicen que el fantasma de la dama vaga por el palacio en las noches de tormenta. En la belle époque, la propietaria de turno, vizcondesa aficionada a la lírica, como no podía cantar ante un público plebeyo por su condición de aristócrata hizo construir dentro del castillo un teatro que para sí quisieran muchas ciudades.
En la orilla opuesta del río, aislado en la fragosidad de la campiña, se esconde otro de los castillos más peliculeros del Loira, el de Plessis-Bourré. Aquí se han rodado películas aprovechando el aspecto que han conservado intacto, desde el siglo XV, sus torres, foso y puentes levadizos en perfecto uso; ni las guerras de religión ni la Revolución dañaron sus estancias, aún hoy habitadas. Su constructor, Jean Bourré, tesorero de Luis XI, tenía sus razones para sustraerse a miradas indiscretas: era adicto a la alquimia, cosa que hubiera podido causarle problemas. En la magnífica Salle des Gardes se ven pinturas y guiños herméticos que solo podían captar quienes, como diríamos ahora, estuvieran en la pomada. A un paso de allí, el castillo de Noirieux es actualmente un hotel señorial, rodeado por un inmenso dominio regado por el Loira, habitado solo por ovejas, brumas y silencio. Una manera regia de ser, finalmente, protagonistas de nuestra propia aventura.
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