Friburgo, deliciosa esencia suiza
Paisajes, gastronomía y cultura esperan en esta región del país centroeuropeo. De su capital y los sorprendentes vitrales en la catedral de St-Nicolas a una visita al pequeño Gruyères, el pueblo que dio nombre al famoso queso
La región de Friburgo, discreta, verde, convincente y, lo que es aún mejor, poco conocida en comparación con las grandes rutas turísticas de Suiza, tiene todo lo que se suele pedir a un territorio ideal: variedad de paisajes, gastronomía autóctona, una cultura propia y distancias cortas. Combina capitales cosmopolitas con pueblos con encanto y brinda posibilidades de excursiones por entornos alpinos ricos en matices y colores, a menudo junto a lagos que se transforman en playas y parques naturales envidiablemente conservados. Animado por un espíritu práctico y sencillo, y por una marcada voluntad de proteger tradiciones y productos locales, este cantón ubicado al oeste del país reserva innumerables tentaciones.
Para empezar, Friburgo, capital en la que mejor se percibe la mezcla francesa y alemana. De hecho, cuenta con la única universidad bilingüe en muchos kilómetros a la redonda. Es también la ciudad del Röstigraben (rösti por el plato típico a base de patatas, y graben, que significa fosa), concepto que determina la frontera lingüística y cultural. Nada como empezar la visita a bordo de su famoso funicular, monumento histórico de 1899, vintage y sostenible (lo empuja el contrapeso de aguas residuales), y subir de la Basse-Ville al Burgo, la ciudad medieval, fundada en 1157. Siguiendo la calle Saint-Pierre, irrumpe el teatro Equilibre, edificio de Jean-Pierre Dürig que ha dotado a la metrópoli de chispa arquitectónica contemporánea y que queda muy bien frente a la fuente Jo Siffert, del artista Jean Tinguely, ilustre hijo de Friburgo, que dedicó este homenaje acuático al movimiento a su amigo piloto Siffert.
En el centro abundan edificios góticos. Atención al Còllege Saint-Michel, una institución desde 1582. Hay quien le encontró semejanzas con el de Hogwarts, la escuela de magia de Harry Potter, lo que lo convirtió en el más solicitado de la ciudad. Friburgo, siempre imprevisible, cuenta con museos variados: imprescindible es el de Arte e Historia por el edificio que lo alberga —el renacentista Hotel Ratzé—, por su histórica colección y por el jardín escultórico en el que destaca la chispeante obra Carta Tarot, de Niki de Saint Phalle, una sensual luna con labios rojos elevada por un cangrejo, que, como siempre, irradia esa voluntad de transmitir alegría. Y en esa línea, el cercano Espace Jean Tinguely - Niki de Saint Phalle, que rinde homenaje a esta pareja de artistas de la segunda mitad del siglo XX que tanto influyeron aquí. Más pintoresco es el Museo Suizo de la máquina de coser y de objetos insólitos, tocado por un tierno aire de quincalleirie. Si se escoge la visita guiada, que es de hora y media, conviene estar preparado, porque la pasión con la que su director explica la historia de cada objeto no da para otra cosa que escuchar, y reír.
Casi a la vuelta de la esquina espera la cafetería, tienda de souvenirs y oficina de turismo Le Marchands Merciers, ideal para probar algo absolutamente imprescindible: la cuchaule, un pan brioche de azafrán cautivador, a ser posible con mostaza de Bénichon por encima. Nunca será en vano, pues se necesitan fuerzas para lo que espera enfrente: la catedral de St-Nicolas, construida entre 1283 y 1490. Es una impecable mezcla de gótico y barroco, que tiene a su vez dos reclamos fundamentales: la exclusiva colección de vitrales art nouveau del pintor simbolista polaco Józef Mehoffer (elaboradas entre 1896 y 1936) en las que se aprecia, sobre todo en las más tempranas, una influencia de la secesión vienesa, y la torre y su extraordinaria terraza. Esta solo tiene un inconveniente, para alcanzarla hay que subir 365 escalones. Penitencia ideal para pagar por pecados pasados y pendientes. Cualquiera llega exhausto, pero purificado y listo para disfrutar de unas vistas extraordinarias de la ciudad envuelta por el lazo del río, mitad francés (La Sarine), mitad alemán (Die Saane), y por puentes como el de Berna (de 1250, el puente de madera más antiguo del país) o el de la Poya (más reciente).
Tras la escalada no hay más remedio que ir directamente al Belvédère, el bar más folk y alternativo de Friburgo. Si el tiempo acompaña, lo suyo es ocupar la terraza. Mientras se come apreciando el río y la orografía natural del paisaje, crece en uno la convicción de que volverá por la noche a gozar de ese interior popular, desaliñado y todo lo canalla que se le puede pedir a una pequeña ciudad suiza.
Paisaje a la altura de un queso y viceversa
Gruyères, el pueblo que dio nombre al famoso queso, posee el encanto propio de las aldeas ubicadas en lo alto de un cerro. Situada a una media hora en coche de Friburgo, a su favor cuenta con la belleza de su gran plaza cuando está vacía. Es el típico pueblo al que si se va en domingo no se cabe, por lo que mejor acudir temprano y entre semana. También destaca su Château, una fortificación con 800 años de historia y patrimonio de importancia nacional.
El auténtico queso gruyer, el gruyère d’alpage, viene de los interminables tapetes verdes y de las praderas espolvoreadas de flores, vacas y queserías. Es un producto imbatible, fruto de un trabajo de cooperativas que, aprovechando prados tan fértiles, comparten vacas y pasión. El queso vacherin da lugar a una de las grandes atracciones de la zona: la fondue moitié-moitié (mitad gruyer, mitad vacherin). Un buen lugar para probarla y comprobar la elaboración de estos dos quesos es la Buvette des Invuettes, en Gruyères. Además de granja tiene un restaurante típicamente local y festivo en el que el único problema será elegir el tipo de fondue (la de trufa son palabras mayores). En cualquier caso, conviene reservar espacio para un postre ancestral: la créme double. No está bien visto perdonar esta deliciosa mezcla de merengue y nata cremosa y espesa obtenida a partir de la leche utilizada para fabricar los quesos.
Otras excursiones imprescindibles
Es impensable abandonar este cantón suizo sin disfrutar de su esplendor natural de lagos y viñedos. Hay para rato: el Schwarzsee (lago Negro), por ejemplo, es un renombrado punto de encuentro de leyendas y de bañistas. Pero hay más: localidades como Charmey —cuyo Festival du Lied, centrado en música clásica, ocupó una portada de The New York Times el pasado julio—, Murten o Estavayer-le-Lac son acuarelas naturales a las que no les falta ni les sobra nada. El segundo, medieval, amurallado, tocado por la historia de una batalla de las guerras de Borgoña en 1476, se entrega al lago de Murten, en el que se ofrecen numerosos cruceros, y a los viñedos del Mont Vully, la región vinícola más pequeña del país (atención a la degustación de vinos en la Cave Guillod). Y Estavayer-le-Lac parece pensado para quedarse. Todo está en su sitio: el reciente ArtiChoke, recorrido de street art por el corazón medieval, la generosidad visual del lago de Neuchâtel y, por supuesto, la reserva natural de la Grande Cariçaie. Cuando al final uno se sienta en el muelle a despedir el día, irremediablemente siente que la vida está de su parte.
Use Lahoz es autor de la novela Jauja (editorial Destino).
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