Calles para el asombro en La Paz
Un vibrante recorrido entre puestos de comida y vendedores de hojas de coca en la capital de Bolivia. Y una excursión a El Alto para ver los
Chuquiago Marka en lengua aimara; Nuestra Señora de la Paz en palabras de quienes la fundaron el 20 de octubre de 1548; La Hoyada de manera familiar porque así se ve cuando uno deja a su espalda el pandemónium de la ciudad de El Alto y se asoma a La Ceja, y aparece a los pies la apretada arquitectura cataclismática de la ciudad, una de las metrópolis más altas del mundo (a 3.650 metros), y al fondo, imponente, el Illimani nevado que la cambiante luz del día tiñe de colores de acuarela. Ladrillo y más ladrillo en barrios que escalan de manera inverosímil los cerros que rodean el pozo, como si quisieran buscar aire o escapar de sí mismos; barrancos, calles y vaguadas que serpentean, vidrios y metales de rascacielos cuyas fachadas reflejan la luz cegadora de ese sol que no calienta pero abrasa, los nevados lejanos, las nubes tormentosas… La Paz, la ciudad de los ch’ukutas, la ciudad que quita el aliento y enciende los sentidos, de la que —según Jaime Sáenz, su poeta— hay que posesionarse mirando, escuchando, olfateando los rincones, asomándose a ese río del oro, el Choqueyapu, vertedero cotidiano que orada los cimientos de la urbe boliviana.
El mercado de Uruguay
Por La Paz se puede pasar de largo, deslumbrado o agobiado por el soroche, pero también quedarse prendido para siempre de la vida de sus calles, de sus mercados, de sus fiestas callejeras, familiares, gremiales o folclóricas y muestra de poderío económico cholo, como en el caso de la entrada de la celebración religiosa del Gran Poder, y ceremonias, fúnebres incluso, en noviembre, cuando salen a pasear las ñatitas, calaveras protectoras, intercesoras con el más allá. Un comercio callejero delirante, por lo fino y febril, y hasta por lo oscuro, en la Segurola, arriba, la calle de los desplumados, los desplumadores y los peristas (Albertos en coba, el lenguaje del hampa), junto al fabuloso y enrevesado mercado de Uruguay. Es uno entre varios, sí, pero ese es un mercado azul, apretado de comedores y puestos de venta de papas de todas clases, carnes, estrellas de mar, sebos, vino de indios, inciensos y fetos de llama para armar mesas de challas a la Pachamama. El cercano mercado de Las Brujas es otra cosa, aunque junto a los turistas asombrados haya yatiris que leen la suerte en la hoja de coca o ciegos (reciris) que rezan por encargo en la puerta de la iglesia de San Francisco, en esa plaza que es un mundo en el que es forzoso merodear, hacerse el bobo, escuchar a vendedores, charlatanes y predicadores de profesión.
En el mercado de Las Brujas, los yatiris leen la suerte y los reciris rezan por encargo en la iglesia de San Francisco
El enjambre de Rodríguez
Mercados como el Rodríguez, enjambre de calles y callejones, apretados de vendedores de pescados del lago Titicaca, de puestos de carne y embutidos, de humildes locotos y tomates, hierbas aromáticas, condimentos, flores, muchas, caseras con sus cestos de asados, cocanis (vendedoras de hoja de coca) en cada esquina; calles enteras dedicadas a ese comercio de un bien insustituible en la vida boliviana, callejones ante los que es mejor pasar de largo; bodegas oscuras que no desmerecen de lo descrito por Víctor Hugo Viscarra en Borracho estaba pero me acuerdo, guía literaria de La Paz más oscura, la de pintores y poetas, la de novelistas como Juan de Recacoechea o René Bascopé en La tumba infecunda, que hicieron de la ciudad su mejor personaje, protagonista de sí misma. Hay ciudades, las mejores, que es preciso leer, además de olerlas.
El barrio de Sopocachi
La Paz es una ciudad para patear, cuesta arriba o cuesta abajo, por escaleras vertiginosas, por encima del Cementerio General, con la música de fondo de los petardos cotidianos de las protestas que tienen a las calles como escenario, y que no falte una banda con metales atronadores. Una ciudad para ver desde el aire ahora, desde sus teleféricos, los que enlazan barrios y poblaciones, para husmear en las entrañas de los edificios coloniales que todavía quedan en pie, patios y traspatios de lo que fue la ciudad mestiza y no solo mestiza, y asomarse a la arquitectura burguesa del barrio de Sopocachi, arquitectura moderna y vida elegante de la Zona Sur, la de la película de igual título, la del asalto de las actuales clases pudientes a las tradicionales, un fenómeno social de envergadura, el país que cambia; bodegas, obradores de mañana y media tarde, platillos al paso… El negocio de lo pintoresco y de la aventura es otra cosa, aunque tiene trastiendas que el turista desconoce, las de los médicos kallawayas y de las herboristas ka’wayus.
La Ceja
Ineludible es el bullebulle furioso del kilométrico mercado dominical de La Ceja, el Rastro paceño, ese que no viene en las guías, el de los cholets —novedosa arquitectura genuinamente aimara-chola que deja con la boca abierta: conjuro de la boca abierta el que regala esta ciudad—, ya en otra ciudad, El Alto (a unos 20 kilómetros de La Paz), la de la inmigración, los mataderos callejeros de llamas, los talleres de todo y de nada, los gallos de pelea, los perros, y hoy sí la más alta del mundo (4.100 metros sobre el nivel del mar), a la que subir en microbús, al grito de “¡Ceja, Ceja!” desde la plaza de San Francisco o la Pérez, o en teleférico desde la antigua estación de ferrocarril y que deja muy cerca de los ensalmadores, los profesionales del conjuro para todo. Pocas industrias paceñas gozan de tan envidiable salud como esa del yatiri, el amauta y el mamauta —mamar es sinónimo de engaño— que os adivina la perra suerte.
La Paz, ciudad del asombro y el circo permanente, termitero humano de la busca afanosa, que despierta cuando el sol ni siquiera enciende la cresta de los cerros y nunca se apaga del todo, a la que, cuando te vas, vuelves la mirada con melancólica incredulidad.
Miguel Sánchez-Ostiz es autor de ‘Rumbo a no sé dónde’ (Pamiela, 2017).
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