Una mirada infinita al Cantábrico
Un paseo sobre las olas y entre iconos de la vida marítima que impresionan en el Museo de las Anclas de Salinas
Los huérfanos de costa —criados cerca del mar pero haciendo vida en el interior— solemos echar de menos su olor salado, perder la noción del tiempo repasando la línea recta del horizonte o el bucle sonoro de las olas. Y el Cantábrico suena a mar de carácter hasta cuando susurra.
Hay uno de tantos rincones especiales para escucharlo en el Museo de las Anclas de Salinas (Asturias). Al aire libre y gratuito, lo conforman unas veinte anclas históricas y contemporáneas. Son iconos de la vida marítima que impresionan a quienes vivimos con los pies en tierra firme. Les acompañan esculturas en homenaje al mar, su cultura y sus gentes, y una de esas obras, integrada en las rocas, es el sorprendente busto de bronce de un hombre que mira perpetuamente al Cantábrico. Recibe al visitante desde lo alto de un promontorio contra el que rompen las olas, al final del paseo entre anclas que, como el personaje que representa, surcaron todos los océanos.
Que no te confunda su aire majestuoso a Poseidón, con abultada barba y cabello que casi parece mecido por el viento. Se trata de Philippe Cousteau, hijo del famoso investigador y divulgador francés Jacques Cousteau, de quien seguía sus pasos y que falleció en un accidente de hidroavión en el Tajo en 1979. El autor de la obra es el asturiano Vicente Santarúa, el mismo escultor de la estatua de Woody Allen en Oviedo.
El busto se puede observar desde abajo, como lo hacen las olas que baten y regalan ahí una banda sonora impresionante, y que en días de fuerte marea se esfuerzan por salpicarle. Es un espectáculo. También se puede subir al encuentro de su mirada adentrándose en una pasarela sobre el mar, ligeramente empinada, que conduce hasta un mirador circular en lo alto de una peña: mi respeto a quienes cruzaron hasta ahí cuando lo que había era un puente colgante de madera. De unos años para acá, algunas barandillas sufren la plaga del amor en forma de candaditos, aunque aquí hasta resulta enternecedor por ser un lugar perfecto para que a las promesas se las lleve el viento.
Las vistas ofrecen algo que pocos miradores costeros permiten: ver las olas desde el otro lado. Como si navegaras, las puedes observar avanzando hacia los tres kilómetros de playas que se extienden a los pies de este museo. En el paseo marítimo hay cuatro torres de edificios en primerísima línea que rompen el paisaje; a su lado, dunas de arena dorada y, al fondo, la entrada al puerto de Avilés.
En septiembre se cumplirán 25 años de la inauguración de esta zona que, además de un curioso museo accesible y de visita rápida, es un buen enclave para disfrutar del Cantábrico. Si no está en el mejor estado es porque sus placas informativas de cobre son un antojo para los cacos, además de que la conservación de algunas esculturas podría ser considerablemente mejor.
Muy cerca de este tributo a quienes navegan los mares hay otro dedicado a la minería. A tres kilómetros, unos 20 minutos caminando, espera el Museo de la Mina de Arnao, sobre una playa de postal. Dos emblemas de la historia de los asturianos con vistas al mar.
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