Dulces veladas en el estuario
Animadas terrazas y locales de conciertos en Colonia del Sacramento, en la costa uruguaya que mira a Buenos Aires
Ahí ya no se sabe si es río o mar: antes de llegar al Atlántico, el Río de la Plata se traga otros ríos, como el Uruguay o el Paraná, que vienen también del corazón de la selva. Su estuario, un arco de 220 kilómetros, es el más ancho del mundo. La envergadura y posición de este delta dan a sus riberas sumo valor estratégico; en la orilla derecha, Buenos Aires, y Argentina detrás; en la izquierda, Uruguay, y la que fue su primera capital, Colonia del Sacramento, fundada por el gobernador de Río de Janeiro, Manuel Lobo, en los albores de 1680. Durante un siglo aquella colonia apostada en la península de San Gabriel fue objeto de codicia y luchas vecinales entre las Coronas de España y Portugal. Cambió de manos en varias ocasiones. Letra pequeña de la historia, que se traduce en una arquitectura mestiza: casas portuguesas en una acera y españolas en la de enfrente.
La geografía sigue mandando. Buenos Aires está a solo 55 kilómetros; se tarda entre 45 minutos y tres horas (según el barco que uno se quiera costear) en franquear la distancia. Montevideo queda a dos horas por carretera. Todo lo cual hace de Colonia uno de los destinos turísticos más apetecibles de Uruguay. Sobre todo en los fines de semana: argentinos, pero también brasileños y, por supuesto, uruguayos convierten en animado zoco las callejuelas de Colonia (así, sin más apellidos, es como aquí se la menciona). Lo cierto es que esta afluencia ha motivado que los cambios y el crecimiento hayan sido espectaculares en esta singular miniciudad colonial.
Porque Colonia es muy pequeña. Aunque los barrios residenciales y vacacionales no paran de crecer. En uno de ellos, en una antigua fábrica, se acaba de abrir el BIT (Centro de Bienvenida, Interpretación y Turismo), con una airosa arquitectura de cristal y medios de última generación para dar a conocer no solo la ciudad, sino todo el país, que también es pequeño en extensión: todo queda en realidad muy a mano.
El casco viejo, que es patrimonio de la Unesco desde hace 20 años, es una deliciosa miniatura colonial. Se recorre en cuatro zancadas. Entrando por el Portón del Campo, con su puente levadizo, se encuentra la calle de los Suspiros, con farolas de pared y desconchones cuyas manchas desvaídas le dan una calidad pictórica casi abstracta. Los perros callejeros enseguida hacen buenas migas con el forastero, y le acompañan por las callejas minuciosamente empedradas. Entre las ruinas del convento de San Francisco se yergue un faro decimonónico, que sirve de mirador. Los edificios más antiguos, como la Casa Nacarello o la Casa del Virrey, alternan con tiendas y restaurantes llenos de colorido. La huella portuguesa es patente en el Museo Portugués, el Museo del Azulejo o la Casa de la Familia Palacios. Pero también hay un Museo Español y un Museo Indígena (en él se recuerda a los indios charrúas, que, no se sabe bien por qué, se han convertido en gentilicio del país entero). La iglesia matriz, en la irregular y destartalada plaza Mayor, fue la primera de Uruguay, pero lo que ahora se ve es obra reciente, con algún elemento antiguo embutido en sus muros.
Sello de miniatura
Lo importante, sin embargo, no es lo que se puede ver, sino lo que se puede hacer, o sentir, o soñar. Aquí el tiempo se mueve en otra dimensión. Los artesanos locales exponen objetos que esconden un derroche de tiempo. Las cenas, o comidas, rodeados de muebles y retratos familiares (hay locales de calidad, como el Mesón de la Plaza, o Los Faroles), las veladas en una terraza alumbrada con velas o en una bodega animada con música en vivo contienen siempre una dosis de intimidad que casa bien con el sello de miniatura que reviste el casco viejo.
Pero Colonia es más que ese núcleo histórico. Playas límpidas, arropadas de espesa vegetación (Las Delicias, El Álamo, Oreja de Negro), llevan hasta el Real de San Carlos, a una legua escasa. Este antiguo palenque militar español fue elegido por un naviero argentino, Nicolás Mihanovic, a principios del siglo XX, para convertirlo en centro vacacional al gusto de la época: hotel, casino, hipódromo, frontón de pelota vasca... Y una plaza de toros, en el estilo morisco que entonces hacía furor. El ruedo se empezó a construir en 1909. Tres años más tarde se prohibieron las corridas en el país; solo se celebraron ocho lidias.
Guía
Información
Comer y dormir
- Mesón de la Plaza (www.mesondelaplaza.com).
- Plaza Mayor (www.posadaplazamayor.com), hotel boutique en una casona.
Siguiendo en dirección a Poniente se llega a la finca Anchorena, capricho de otro argentino, Aarón de Anchorena, quien la legó al país como residencia presidencial de verano. El presidente saliente, José Mujica, ha querido hacer de ella una hacienda productiva y ha puesto vacas. Pero el futuro parece más bien estar en el turismo; la finca ha sido declarada parque natural, y se puede visitar. Al margen de los edificios, conservados tal cual fueron pensados y amueblados a comienzos del siglo XX, por Anchorena corren manadas de ciervos y bichos salvajes, amparados por una considerable cantidad de plantas y árboles de exóticos orígenes. Por la noche, a lo lejos, se ven titilar las luces de Buenos Aires, como vagas estrellas, al otro lado del río.
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