Una joya arquitectónica en el centro de Bogotá
Olvidado entre callejuelas, languidece el Pasaje Hernández, una galería comercial construida a finales del siglo XIX al estilo europeo
El centro de Bogotá es otra ciudad dentro de la ciudad a la que hay que ir para callejear sin rumbo fijo, con los ojos bien abiertos y atentos a la sorpresa que no te esperas y que puede aparecer en cualquier esquina, como el Pasaje Hernández, en la manzana ubicada entre las carreras 8 y 9 y las calles 12 y 13, con sus muros crema y aguamarina y ese aire moderno y parisino que le hacen presumir, y con razón, entre todos sus vecinos.
Hagamos un viaje en el tiempo. A finales del siglo XIX Bogotá era una ciudad de poco más de 100.000 habitantes que miraba con envidia a Europa, soñaba con sacudirse la pesada herencia colonial y ser como París, Londres y Milán. ¿Y cómo parecerse aunque fuera un poquito a estas grandes capitales? Construyendo en lo que era el eje central de la ciudad una galería comercial al estilo de las europeas. Los arquitectos Juan Ballesteros, Arturo Jaramillo y Gastón Lelarge se pusieron manos a la obra y diseñaron el Pasaje Hernández. Dividido en dos plantas con diecisiete locales cada una, en la de arriba se instalaron oficinas de médicos, ingenieros, abogados y también sastrerías, y abajo, almacenes y cigarrerías que vendían las mejores bebidas de importación, todo de “buena calidad y a precios bajos”, pensado para los nuevos ricos de la época que ganaban mucho dinero con las exportaciones de café y el auge de industrias como las de cerveza, chocolate y vidrio.
De todo este glamour queda bien poco y el edificio está muy abandonado a pesar de ser Monumento Nacional. En la planta baja ahora huele a comida típica colombiana como pandebono, caldo de costilla y tamales y venden ropa barata, fotocopias y llamadas internacionales. Arriba la mitad de los locales están cerrados y tan sólo sobreviven dos o tres sastrerías y un zapatero. Pero sigue siendo una delicia pasear por este pasaje, oír crujir la madera de los suelos, ver colarse la luz por las marquesinas de vidrio de su techo, apoyarse en la barandilla de latón cromado, tomar fotos de sus faroles y helechos colgantes y soñar con románticas historias de la época.
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