Ganado alrededor de un pozo en Oualata, cerca de la frontera con Mali. El pastoralismo ha sido tradicionalmente el modo de sustento de una gran parte de la población que habita en el Sahel, esa línea semiárida que cruza el continente africano de este a oeste al sur del desierto del Sahara. El paso de los años ha jugado en su contra. Los ciclos de lluvias, cada vez más erráticos e impredecibles, el avance inexorable de la desertificación y los procesos migratorios están cambiando un modo de vida que ha marcado los ritmos y las tradiciones de la región durante generaciones. La crisis climática, que se está ensañando con especial fuerza en tierra saheliana, ha llegado para acelerar estos fenómenos y para poner en riesgo el presente y el futuro de millones de personas.Cuatro hermanos alrededor del único pozo con agua de la zona –su padre viaja con frecuencia a Mali en busca de agua y pastos para el ganado– junto a su madre, cuidan del resto del ganado que permanece en la aldea. Y Mauritania es claro ejemplo de ello. Benoit Mazy, coordinador de los programas de resiliencia contra el cambio climático del Programa Mundial de Alimentos en el país, lo resume en tres palabras: “No hay agua”. Esto no es nuevo. Hace tiempo que el agua no abunda en la región, pero el calentamiento global ha trastocado los patrones climáticos de la zona. Antes, el clima era bastante fiable: había la época seca, que duraba parte del año, y la lluviosa, que llegaba en julio y se alargaba hasta finales de septiembre. Ahora, la época seca se alarga y se intensifica, y hace que la temporada de lluvia empiece más tarde y termine más pronto. Además, el sol quema con más rabia, las temperaturas han subido –y suben 1,5 veces más rápido que el promedio mundial– y las pocas lluvias que hay son más bruscas y concentradas. “No hay agua”. Ni para los pastores que tienen que alimentar su ganado, ni para los agricultores que tiene que cosechar sus tierras cada vez menos agradecidas.Habitantes de una aldea cerca de Amourj en la región de Hodh Ech Chargi. Esto es una pequeña aldea cerca de Amourj, una ciudad de la región de Hodh Ech Chargui, en el este de Mauritania y muy, muy cerca de la frontera con Mali. Un grupo de vecinos invita a tomar asiento en una de sus casas de barro. No hace mucho, eran nómadas: cuentan que decidieron instalarse en estas tierras de sol y polvo hace 40 años, al final de las grandes hambrunas de los años setenta que cambiaron el rumbo de la región. Optaron por el sedentarismo, dicen, para esquivar la dureza del desierto, para tener una vida mejor. “Queríamos que nuestros hijos pudieran ir a la escuela, tener un médico cerca….”. Pero también dicen que cada vez es más difícil vivir aquí. “Las cosas han cambiado mucho en los últimos años… cuesta mucho más criar a los animales, hay poca agua, cada vez menos pastos”. Lo dice uno de los hombres, pero todos asienten con la cabeza. Resignados.Un hombre cuida de su ganado en un pozo cerca de Néma. Este hombre, de 55 años, no conoce a los pastores de la aldea Amoruj pero seguro que entendería su resignación, porque también es la suya. Ha sido pastor desde pequeño: ha crecido con los animales y cogió sus riendas cuando su padre, también pastor, ya no pudo más. “Cada año tenemos que caminar más kilómetros para encontrar hierba verde”, dice. Cuenta que, en su último viaje hasta Mali, en busca de pasto fresco, perdió 50 animales. “Salí con 200 y volví con 150. Mueren los más pequeños, porque no pueden sobrevivir muchos días sin agua y con este calor”. Le preguntamos por sus hijos, que ya le ayudan con el ganado. “Me gustaría que estudiarán, claro, pero es difícil. También me gustaría que, cuando yo no pueda, cuiden de estos animales, como hice yo con mi padre”.Mahmoud Abbaa y su mujer en su tienda de hortalizas, en el mercado de Bassikonou. Hay otros que ya se han rendido. Como Mahmoud Abbaa, que hace dos años decidió vender el ganado que le quedaba y, junto a su mujer, levantar esta pequeña tienda de legumbres y patatas en el mercado de Bassikonou, a pocos kilómetros de la frontera con Mali. No es un caso aislado: las pocas perspectivas de futuro hacen que muchos pastores emulen la decisión de Mahmoud. El problema es que en el mercado las cosas tampoco están para tirar cohetes. La gente ya no compra como hace unos años: en una región donde casi toda la población depende de la tierra, la falta de agua también condiciona el número de patatas o cebollas que puedes comprar en el mercado un lunes por la mañana. Si la tierra no funciona, el dinero tampoco. Y, además, si la tierra no funciona, los precios suben, porque hay menos oferta. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en Mauritania, la caída en picado del precio del ganado, junto con el aumento del precio de productos de primera necesidad, como el sorgo y la harina –con incrementos de más del 50%– ha reducido hasta niveles críticos la capacidad adquisitiva de las familias más pobres.Maimouna Ba, sentada enfrente de su casa de barro en la aldea de Mout’Alag. Esta combinación de factores trae hambre, especialmente durante el ‘soudoure’, el tiempo entre cosechas que comienza en junio y que acostumbraba a terminar en septiembre. Durante este período, gran parte de la población rural –que es la inmensa mayoría– pasa de comer tres veces al día a hacerlo solo en una ocasión, y la inseguridad alimentaria crónica que martiriza la región se dispara, especialmente entre los más pequeños. Maimouna Ba, una mujer de 32 años de la aldea de Mout’Alaf, en la región mauritana de Guidimakha, lo sabe muy bien. Durante el último ‘soudoure’ se quedaron sin reservas. “Fue muy duro. Tuvimos que vender varias cabezas de ganado para sobrevivir. La lluvia no llegaba y no podíamos cosechar”. Uno de sus hijos, de poco más de un año, sufrió desnutrición, como muchos niños en esta aldea. El futuro les da miedo y su marido, Hamel Tila, está dispuesto a vender todo el ganado para no volver a pasar por lo mismo.Una mujer y su hijo, que padece desnutrición, en la región de Gorgol.
Este 2020 se prevé que más de medio millón de personas en Mauritania, un 14% de la población del país, estará en riesgo inmediato de inseguridad alimentaria, especialmente los niños. Unas cifras que, además de la crisis climática, se están intensificando a partir de la pandemia de covid-19 y su impacto económico y que alcanza dimensiones aún más demoledoras en países del Sahel central como Burkina Faso o Níger, golpeados también por una violencia creciente.
Según UNICEF, uno de cada ocho niños menores de cinco años en Mauritania sufre malnutrición severa, y en Gorgol, una de las zonas más afectadas por el cambio climático, el incremento de la malnutrición infantil se ha vuelto una emergencia recurrente.
Una mujer vigila el ganado, al lado de un huerto comunitario, en una población cerca de Néma en la Región de Hodh Ech Chargi. Y aquí hay otra consecuencia. Esta imagen, atípica hace unos años, es cada vez más frecuente en Mauritania. Tradicionalmente, los hombres se han encargado de cuidar el ganado, pero los cambios en el clima también han traído cambios en la organización familiar. Las sequías cada vez más intensas han forzado a los hombres a moverse más. Durante la época seca, ellos viajan largas distancias con el ganado en busca de pasto verde y agua o, directamente, van a las ciudades en busca de trabajo para enviar dinero a sus familias. ¿El resultado? Las mujeres asumen la tarea de cuidar el resto de los animales. Una tarea más de una lista que ya era infinita: cuidar a los pequeños, cosechar, preparar la comida, ir a buscar agua...Un grupo de mujeres recoge agua cerca de Néma. Cargando las garrafas en carros tirados por burros, grupos de mujeres, recorren distancias de hasta 10 kilómetros en busca de agua potable. Pero esta agua, en muchos casos, es de muy baja calidad –a veces, directamente no es ni potable–, y causa diarreas severas entre los más pequeños, agravando los efectos de la malnutrición. Durante las épocas más extremas de sequía, los aldeanos se ven forzados a comprarla. La escasez y la demanda marcan el precio, alimentando la trágica correlación entre pobreza y salud.Los habitantes de una población en Néma trabajan en la construcción de un dique. Con la ayuda del Programa Mundial de Alimentos, los habitantes de las regiones más castigadas por las sequías han empezado a construir diques. Son días de mayo, y la tierra agrietada y estéril es incapaz de absorber las lluvias torrenciales –y cada vez más bruscas– que llegaran en los próximos meses. Piedra a piedra, hombres y mujeres de la aldea trabajan juntos para bloquear el curso que seguirán las aguas torrenciales, con la esperanza de dar tiempo a la tierra a absorber tanta agua como sea posible y preparar así las tierras para el cultivo. Si funcionan, los diques significan futuro. Ramata explica que el año pasado, y gracias al dique, su marido pudo quedarse en casa y trabajar la tierra de su aldea. Los otros últimos años tuvo que ir a Senegal en busca de trabajo para que pudieran sobrevivir a los meses más duros.Un hombre recoge agua de un pozo artesanal construido en el cauce de un río. Un dique cercano ha conseguido retener el agua de la estación lluviosa que ahora se almacena en el subsuelo, permitiendo a los aldeanos construir pozos para los animales y sistemas de regadío para los campos.Mahmoud Abaa frente a su tienda de carne, en el mercado de Bassikonou, en la región de Hodh Ech Chargui. Pero no siempre es así. Este deterioro climático actual y sus consecuencias, junto a otros factores crónicos –también el abandono político–, tiene otra consecuencia básica: muchos habitantes de las zonas más castigadas se ven forzados a huir. La mayoría de estos movimientos migratorios se quedan dentro del propio país: dejar las áreas rurales, que ya no funcionan como antes, para llegar a las ciudades en busca de trabajo. Y de futuro. En Mauritania lo vemos: muchos son jóvenes, como Mahmoud Abaa, de 24 años, que ahora vende carne en el mercado de Bassikonou, también en Hodh Ech Chargui. Llegó en 2014 porque en su pueblo la tierra dejó de funcionar. “Mi padre es pastor. Ha perdido muchas vacas durante estos años y yo tuve que marcharme porque no había suficiente para todos”. Le aconsejaron que aquí, en esta pequeña ciudad, la vida sería mejor. Frunce el ceño cuando ante la pregunta de si ha sido así. “Son años muy difíciles”, reitera. Lo son y, por este motivo, confiesa que se está planteando marcharse a vivir a Nouakchott, la capital mauritana. “Puedo trabajar de lo que sea”.Uno de los hermanos, sentado en un pozo rodeado de tierras de cultivo. En uno de estos paisajes vacíos y abrasados por el sol viven Elmahfardi y a Ahmed. Dos hermanos de 18 y 19 años, respectivamente. Los dos tienen una cosa en común: les gustaría marcharse de aquí. Hablan de Nigeria, de Argelia... “Estudiar y ser médico”, responde Ahmed cuando le preguntamos qué le gustaría hacer. Elmahfardi quiere ser profesor. Pero su realidad es muy diferente: los dos tienen que trabajar con su padre, cosechar, cuidar de los pocos animales que tienen… “Aquí siempre seremos pobres y el trabajo es muy duro, gastamos todas nuestras energías”. Benoit Mazy recuerda un factor importante. “La situación y el futuro aquí es muy complicado, pero además hay un detalle que hay que tener en cuenta: quedarse aquí, para los jóvenes, no es una opción sexy”, dice. Las opciones de progresar en la vida son limitadas y, en un mundo tan conectado como el de ahora, conocen cada vez más cómo se vive en las grandes ciudades del mundo, que idealizan: la vida que tienen allí los jóvenes, las universidades, los coches, las casas… Tienen sueños, aspiraciones y, como todos, quieren volar.Un hombre de una aldea cerca de Amourj en medio de un campo de cultivo en plena época de sequía. Pero también hay otros que cruzan fronteras. Muchos viajan a países cercanos de la región. Y algunos se arriesgan al largo –y a menudo mortífero– trayecto hacia Europa. Es el caso de Abdou, un joven de 25 años que reside en Guidimaka, al sur de Mauritania. Abdou es originario de Gambia, y ha estado trabajando en Mauritania para pagar el cruce a Marruecos, y de allí, a Europa. "Durante la época de sequía estuve trabajando en Nouadhibou– al norte del país – (…) hay muchos senegaleses trabajando allí, ¡son grandes pescadores! Aunque cada vez hay más mauritanos. La mayoría son ganaderos, agricultores (…) cuando necesitas algo, aprendes a hacer lo que haga falta".Un carro cargado con garrafas de agua atraviesa el cauce seco de un río a la entrada de Boully. En la ciudad de Boully, a pocos kilómetros del imponente río Senegal, que hace de frontera natural entre el país mauritano y el senegalés, se está viviendo un “tsunami”. “Esto es un tsunami [de personas que emigran]. Muchísima gente se va porque aquí ya no puede ganarse la vida. Sobre todo los jóvenes, que creen que su futuro aquí no existe. Hay que hacer algo, porque sin jóvenes un pueblo no crece”. Quien habla es uno de los ancianos de esta ciudad de 10.000 almas. Nos explica que la mayoría huyen hacia destinos cercanos pero que algunos han emprendido el viaje hacia Europa. “No sé si lo han conseguido o no, pero aquí no han vuelto”.