Yo tenía un vergel en Tánger
Umberto Pasti es jardinero, escritor y filósofo. Y ante todo, coleccionista de sensaciones. En su casa del norte de Marruecos, donde ha pasado el confinamiento, conviven en armonía objetos, plantas y animales. Una celebración de la belleza y la felicidad como única imposición estética.
La belleza silvestre de un enorme campo de Iris tingitana (lirio de Marruecos) a las afueras de Tánger ató al bohemio jardinero Umberto Pasti a esa tierra hace ya casi 40 años. Por aquel entonces, la ciudad marroquí rondaba los 80.000 habitantes. Ahora sobrepasa el millón. “Era como un pueblo, pero al mismo tiempo parecía Nueva York porque había gente de todo el mundo: artistas, escritores, pintores”, rememora Pasti.
Esa impronta internacional del Tánger de los ochenta que le fascinó ha marcado también la historia de su casa. El pabellón situado en la zona más alta de la parcela fue construido por un estadounidense, al que compraron la propiedad en 1988; el del medio perteneció a unos franceses, y él, junto a su pareja, el diseñador de moda Stephan Janson, levantó un tercero sobre la parte más baja del terreno. Más que una casa con jardín, es en realidad un gran vergel en el que se integran tres espacios conectados entre sí por la exuberante vegetación, y donde no hay distinción entre el interior y el exterior: “No es una verdadera casa, es como si los cuartos fueran parte del jardín. Es algo único, un poco orgánico”.
Además de infinidad de plantas, las estancias están repletas de colecciones, objetos de toda índole y origen, desde piedras y capiteles romanos y árabes (también presentes en el jardín) hasta fragmentos de alfombras antiguas, cerámica, conchas y azulejos árabes con motivos florales. Aunque a simple vista lo desmienta, siempre hay un hueco para los tesoros encontrados por Pasti en mercadillos, cerca del mar o en el bosque. “Soy como esos animales que traen todo a su casa”. Desde una raíz hasta una piedra, interesantes por su forma, su color o su pátina más que por su valor. Los huesos y esqueletos de ballena ocupan un lugar destacado en la peculiar y libre decoración. “Los considero bellísimos, algunos parecen esculturas de Brâncuși”. El espacio restante entre (y bajo) los objetos lo llenan los muebles heredados de sus padres que trajo desde su Milán natal.
La casa y el jardín son la misma cosa, un batiburrillo pleno de armonía y espontaneidad que delata a su creador. “Me encanta la belleza de lo imperfecto. No creo en la pretensión de lo perfecto. La elegancia es lo natural, con sus defectos, con lo que falta y lo que es demasiado. Se debe asumir con dignidad, pretender es siempre feo e inelegante”. El alma del lugar, donde todo ocurre, es el jardín. “Es todo lo que amo, me gusta para dormir, para comer, para pensar, para hablar, para leer, para follar”.
Su otro jardín, el célebre Rohuna (situado en una aldea del mismo nombre al norte de Marruecos), es un conservatorio botánico de plantas nativas con 1.200 especies, pero este de Tánger posee aún más, unas 2.500. Se trata de una mezcla de plantas subtropicales, mediterráneas y otras provenientes de todo el mundo: más de 100 especies de begonias, 20 variedades diferentes de aspidistra, helechos, sansevierias, alocasias, colocasias y palmeras de sombra, entre otras muchas.
Esta es la gran familia del escritor. “Entiendo el jardín como una tribu de personas a las que quiero, es como convivir con tus seres más amados”, explica. Un clan del que él es el patriarca. “Por encima de la estética, de ver algo bonito, me interesa lo orgánico y, sobre todo, que las plantas sean felices”.
La forma de entender la felicidad de Pasti se materializa entre los muros de un jardín y en todo lo que este incluye, mucho más allá de las flores. “Hoy han abierto una nuevas y estoy muy contento, voy a mirarlas cada cinco minutos, pero a mí lo que me gusta en realidad son las hojas y sus diferentes verdes. Las flores me pueden interesar, pero no únicamente. Son órganos genitales, y cuando yo quiero a alguien me interesa su piel, su nuca o sus piernas”.
Junto a plantas y personas en perfecta armonía, el jardín está repleto de insectos, reptiles y miles de ranas —recogidas por el propietario—, que ofrecen cada noche maravillosos conciertos. “Las quiero muchísimo, me encanta un jardín lleno de animales”.
Este lugar adonde llegan los aires del Estrecho es también refugio de infinidad de aves que huyen del asfalto y el ruido imperante en la ciudad. “Me parece un horror porque han destrozado el norte del país en muy poco tiempo. El pueblo marroquí, como todos los musulmanes, ha heredado ese ideal del jardín como paraíso y tiene sensibilidad por la naturaleza, pero la burguesía, desafortunadamente, ha preferido el cemento, el ladrillo y las carreteras”.
Gracias a su especial sensibilidad y con la única planificación que aporta la espontaneidad, Pasti ha creado un vergel lleno de sensualidad y deliciosas sombras, un hogar donde cada objeto, cada animal (personas incluidas) y cada planta encuentran su lugar, por encima de modas o imposiciones estéticas. “El gusto me da un poco igual, lo que me interesa es la felicidad, la armonía, y eso solo se consigue con la exuberancia”.
Además de a este vergel particular, Umberto Pasti ha dedicado su vida a crear otro paraíso de la nada en un pueblo remoto de la costa atlántica de Marruecos, Rohuna: un jardín que ha acabado siendo la salvación para miles de especies en extinción y para la gente de un pueblo. Resumen y extensión de la filosofía que rige su trabajo.
La editorial Acantilado acaba de publicar la versión en español de su libro Perdido en el paraíso, la aventura de un extranjero que llega a un inhóspito lugar donde, por no haber, no había ni caminos, ni luz, ni agua. Con su característico humor, Umberto Pasti —autor también de Jardines, los verdaderos y los otros y de La felicidad del sapo (ambos de la editorial Elba)— cuenta cómo dormido bajo una higuera tuvo una visión y, tras 20 años de trabajo con la ayuda de los chicos de Rohuna, se hizo realidad su santuario vegetal para especies amenazadas por la urbanización voraz del litoral. Gracias a este jardín, Pasti ha dotado a la comunidad de una forma de subsistir. Los ingresos generados por las visitas se destinan a los estudios de los niños del lugar, a comprar vacas u ovejas, o a sufragar los servicios de limpieza del pueblo. “Lo que más me interesa del jardín es mejorar la vida de la gente que trabaja en él”, concluye.
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