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Ucrania: el precio de la libertad

Un grupo de oficiales visita la iglesia de San Pedro y San Pablo en Lviv, Ucrania.
Un grupo de oficiales visita la iglesia de San Pedro y San Pablo en Lviv, Ucrania.Oleksandr Klymenko
Pilar Bonet

Crónica de un viaje por Ucrania un año después de la llegada al poder del presidente Zelenski. Desde la mágica ciudad de Kiev nos adentramos por el país en un intento de entender cómo respiran, resisten, luchan y sueñan los ciudadanos de este territorio variopinto y multicultural en el corazón de Europa, en continua tensión con una Rusia avasalladora y expansionista.

Ucrania, tierra de contrastes, se busca a sí misma en duras condiciones. Este país clave para la estabilidad de Europa ha sido agredido por Rusia, que le arrebató la península de Crimea y que apoya a los separatistas en la región de Donbás. También ha sido víctima de la corrupción, la incompetencia y el egoísmo de su clase dirigente. Más de un año después de la toma de posesión del presidente Volodímir Zelenski, en mayo de 2019, la fe en el futuro se enfría y nuevos retos, como el coronavirus, se han sumado a los anteriores.

La tarea de unir a los ucranios, divididos entre quienes miraban hacia Rusia y quienes se orientaban hacia Europa, resulta titánica, por la magnitud de los problemas acumulados y por la misma inexperiencia del presidente, un actor cómico respaldado por el 73% de los votantes.

En busca de claves para entender por qué uno de los países más ricos de Europa se ha convertido en el más pobre del continente, emprendimos varios viajes por Ucrania. Una veterana colega nos aconsejó “empezar por el alma ucrania, la tierra de nuestro gran poeta”.

Tarás Shevchenko, el padre de la lengua ucrania moderna, pintor y revolucionario, nació en 1814 en Mórintsi, como siervo de los Engelhardt, una familia de terratenientes que veraneaba en parajes hoy integrados en la provincia de Cherkasy. Los Engelhardt pagaron clases de pintura a su dotado siervo en San Petersburgo y un grupo de admiradores lo rescató por 2.500 rublos.

Así pues, un sábado de madrugada en un autobús desvencijado nos dirigimos a Shevchénkov (antes Kirílovka). Es el centro de la “patria chica” del escritor, entendiendo por tal el entorno geográfico y cultural de su infancia y adolescencia. Los contornos de dos templos ortodoxos, uno del patriarcado de Moscú y el otro del patriarcado de Kiev, se recortaban nítidos en el cielo a nuestra llegada.

En el pueblo, los monumentos al hijo insigne lo representan como un chico frágil y angelical, y las estatuas de Lenin, el fundador del Estado soviético, no existen y nunca las hubo, según Sergui Smalkó, jefe de la Comunidad Territorial Unida (OTG en su abreviatura ucrania) de Shevchénkov. Consiste la OTG en la unión de cuatro localidades vecinas, con un total de 4.350 habitantes, siendo Shevchénkov la más poblada (de 2.300 a 2.400).

La fusión de municipios es parte de la reforma descentralizadora iniciada por Ucrania. En Shevchénkov, la nueva gestión multiplicó los ingresos municipales, pero evidencia ineptitudes y corruptelas. Ingeniero y pedagogo, Smalkó se queja de que es “más fácil robar el dinero del Estado que gastarlo correctamente”.

La antigua hacienda de los Engelhard es hoy un parque natural bautizado con el nombre del poeta, que, de niño, apacentaba allí al ganado y copiaba a hurtadillas los cuadros de su dueño. Deambulamos por mansiones, caballerizas y pabellones venidos a menos. “Sería un magnífico destino turístico si lo restauraran”, comenta Smalkó.

El pueblo vive de la agricultura y se prepara para el comercio de la tierra. En virtud de una ley aprobada en marzo, a partir de julio de 2021 los ciudadanos ucranios podrán adquirir hasta 100 hectáreas en una sola transacción y poseer hasta 10.000 en total. Inicialmente el proyecto de ley contemplaba compraventas de hasta 200.000 hectáreas, lo que alarmó a granjeros como Nikolái Olínik, jefe de una empresa agrícola familiar en Shevchénkov. La práctica dirá si era justificado su temor a la dictadura de las grandes empresas agrícolas y a la sobreexplotación del terreno.

Un mercado callejero en la misma localidad.
Un mercado callejero en la misma localidad.Oleksandr Klymenko

Olínik posee 10 hectáreas (dos parcelas de una antigua granja colectiva soviética “compradas de forma irregular”, según él mismo confiesa) y arrienda 4 hectáreas más. Dueño de tres tractores, tres camionetas y un frigorífico, no tiene deudas y evita intermediarios.

Las frutas de la región no pueden competir en la UE, y en el mercado interior ucranio, las manzanas polacas rivalizan con las locales en precio. El bloqueo del comercio con Rusia, consecuencia de los conflictos de 2014, perjudicó las exportaciones frutícolas. “Antes, decenas de camiones salían cada día en dirección a Rusia, que ahora puede elegir manzanas polacas, bielorrusas, ucranias y las suyas propias”, afirma Olínik.

Más allá de las sanciones, entre Ucrania y Rusia existe aún una red de capilares o “rutas alternativas por Crimea, Donetsk o Bielorrusia”, y por ellas siguen transitando camiones cargados de manzanas, explica Olínik. De forma análoga, por retorcidos caminos, entre los dos países eslavos circulan las materias primas y productos industriales, que recurre a intermediarios en Bielorrusia o Kazajistán.

Visitamos los espacios juveniles del poeta y abandonamos Shevchénkov en autobús de línea, tras esperar que el número de pasajeros bastara para amortizar el viaje a la capital de Ucrania.

Las fachadas deslucidas, los infinitos baches y los oscuros pasos subterráneos no restan poder de seducción a Kiev, una ciudad de 2,9 millones de habitantes donde se trenzan huellas; de las pasiones religiosas eslavas desde el medievo, de la industrialización de principios del siglo XX y del desarrollo soviético.

A este crisol de culturas llegan gentes de todos los confines de Ucrania, y en los últimos años sobre todo de las regiones desestabilizadas por Rusia. En Kiev, los tártaros de Crimea rehicieron los órganos de autogobierno que el Kremlin les vetó en la península; en Kiev se reabrió Isolazia, una galería de arte de Donetsk, cuya sede original, una vieja fábrica de material aislante, fue convertida en cuartel y prisión. Más provinciana que París o Berlín y más relajada que Moscú, Kiev, no obstante, puede resultar insegura para periodistas y políticos, a juzgar por los atentados perpetrados contra ellos aquí.

En Kiev asistimos a una exposición de Olexandr Roitburd, director del Museo de Bellas Artes de Odesa. Motivos como el salo (tocino), los pepinos en salmuera, los arenques, el vodka y las rebanadas de pan negro se repetían en los bodegones del cotizado artista. Entre los asistentes reencontramos a periodistas rusos, fugitivos de la censura en su país, y también a Vladímir Kazarin, rector de la Universidad Nacional Tavrida (UNT), una institución de enseñanza de Crimea, evacuada de Simferópol.

Tras la anexión de la península, Kazarin resistió en su puesto de jefe de cátedra de Literatura Rusa como un cuerpo extraño en un entorno cada vez más policial. En 2015, con el Servicio Federal de Seguridad (FSB) persiguiéndolo por sus críticas a los nuevos dirigentes, reubicó su cátedra en Kiev. Con ayuda del Ministerio de Educación de Ucrania, refundó la UNT y ahora lucha por afianzarla en la capital. En la península del mar Negro Rusia reagrupó los centros de enseñanza superior en una nueva entidad, la Universidad Federal de Crimea.

Calcula Kazarin que 17 instituciones de enseñanza superior de Ucrania se vieron desplazadas por la guerra y la anexión. Algunos colectivos académicos se escindieron, como la Universidad de Donetsk, otros fueron recreados en territorio controlado por Kiev, a veces junto a minas y fábricas, prácticamente en la línea del frente. Profesores y alumnos vivieron disyuntivas desgarradoras.

Una escena callejera en Lviv.
Una escena callejera en Lviv.Oleksandr Klymenko

“Nuestra Universidad tiene unos 3.500 estudiantes y esperamos alcanzar los 3.000 licenciados este curso”, nos explicó Kazarin. “En 2016, el primer año que repartimos títulos, casi todos nuestros estudiantes eran de Crimea y de Donbás. Después, comenzó a crecer la proporción de los que vienen de otras regiones y también del extranjero”, explica. La UNT es financiada por el Estado en un 46%.

Entre los desplazados desde Donbás está Irina Zemenchuk, camarera en un hotel de Kiev. Zemenchuk era empleada de una fábrica de bombones de Donetsk y vivía en Márinka, una localidad cercana, que los separatistas de la autodenominada República Popular de Donetsk y las tropas de Kiev se disputaban en 2014. Los primeros “colgaron su bandera y dejaron un retén de 10 personas”, los segundos “nos liberaron destrozándolo todo”, explicaba esta mujer que, durante los combates más duros, pasó casi un día entero sentada en una silla mientras los proyectiles cruzaban el aire.

“Me bebí todo el alcohol que encontré en la casa, luego me puse mi mejor ropa y salí a la calle. Las balas silbaban a mi alrededor. Un vecino me arrastró a su casa y llamó a mis hijos”, cuenta. Decidió marcharse. Por su trabajo recibe 9.000 grivnas al mes, unos 300 euros. Irina se concentraba en el presente. Uno de sus hijos trabaja en Polonia, y el otro, Andrí, de 30 años, fue minero y ahora es teniente de la policía en Kurájove, a cinco kilómetros de Márinka.

En busca de la casa abandonada de Irina en Márinka viajamos al este en el tren que une Kiev a la zona controlada por el Gobierno. Andrí nos abrió la puerta de una ruinosa construcción con vidrios rotos, paredes hinchadas por la humedad y llena de cacharros, basura y periódicos viejos. “Aquí dormíamos mi hermano y yo”, recordaba, y sus ojos recorrían el “Chernóbil doméstico”.

“Me bebí todo el alcohol que encontré en la casa, luego me puse mi mejor ropa y salí a la calle. Las balas silbaban alrededor”

Desde 2014 en Márinka no hay gas y todos los intentos de arreglar la tubería abastecedora acaban en tiroteos. Los mercados callejeros exhiben el salo, los arenques y los pepinos retratados por Roitburd, solo que aquí son tangibles y a precios de pobre. Comercian con ellos los mineros jubilados como Igor, privado del carbón gratuito que le corresponde como complemento a su pensión. La mina donde trabajó está en territorio independentista, y el carbón no pasaría los controles de una zona a otra, de un mundo al otro.

Para visitar a sus parientes “al otro lado”, Igor cruza el puesto de tránsito en Mayorsk. Nunca se sabe cuánto se va a tardar en el tránsito. De la zona independentista vienen los jubilados a registrarse y probar que están vivos, tal como Ucrania exige para abonarles sus pensiones.

Sacos de arena donados por la Cruz Roja protegen las ventanas de la escuela número dos de Márinka. El frente está cerca (a una distancia de entre dos y cinco kilómetros) y de vez en cuando las balas llegan hasta aquí. Antes de la guerra a la escuela asistían 300 niños, ahora son 195. Desde septiembre de 2019 la educación se imparte solo en lengua ucrania. Antes había dos secciones paralelas, una en ruso y otra en ucranio, y todas las materias se impartían en ambas lenguas. Ahora el inglés tiene más horas lectivas que el ruso y la literatura rusa se estudia como extranjera, explican dos maestras. “Tenemos una lengua estatal y debemos hablar en ella. La educación debe ser en la lengua del Estado”, sentencian Alina y Oxana, subdirectoras de la escuela. En la zona secesionista la lengua ucrania ha sido eliminada de las escuelas. En el habla, a los dos lados de los controles, coexisten el ruso, el ucranio y el súrzhyk, una mezcla dialectal de ambos.

Vista de la ciudad de Kiev y el río Dniéper.
Vista de la ciudad de Kiev y el río Dniéper.Oleksandr Klymenko

Mientras el este se consume en la guerra, la occidental Lviv se orienta hacia el futuro. Esta ciudad de 800.000 habitantes apostó por Europa y por la creación de puestos de trabajo para evitar la emigración masiva característica de principios de este siglo, explica el vicealcalde, Andrí Moskalenko. “Nuestra estrategia ha funcionado. Nos centramos en el turismo y la tecnología, las áreas más competitivas para nosotros. En 2019 recibimos 2,5 millones de visitantes y tenemos la mayor agrupación de empresas de alta tecnología de Ucrania, un sector que emplea a 30.000 personas aquí”, afirma Moskalenko. Un nuevo parque tecnológico creará 10.000 puestos más.

“Tenemos más de 100 compañías que emplean a 17.000 personas”, dice Stepán Veselovski, de 32 años, el primer ejecutivo de Lviv IT Cluster, la agrupación de empresas de alta tecnología a la que se refería el vicealcalde. En un jardín de infancia reconvertido está Start Up Depo, donde dan sus primeros pasos decenas de empresas. “Cuando una llega a tener más de 15 empleados, suele irse a otro sitio. Somos una comunidad de trabajo con funciones educativas” afirma Veselovski. “Mi misión es enseñar a hacer negocios”, añade.

Los especialistas de Lviv compiten con otros centros en Polonia, en Bielorrusia y en Rumania, donde hay salarios parecidos, en torno a 2.000 dólares (unos 1.800 euros). A formarse en nuevas tecnologías contribuye la Universidad Católica de Lviv (UCL), una institución privada. La Universidad es miembro de Lviv IT Cluster, tiene seis facultades incluida una escuela de negocios y colabora con otros centros europeos. Personalmente, a Miroslav Marinóvich, el vicerrector de la Universidad, le preocupa la receptividad de Europa ante la propaganda de Moscú. “Rusia ha impuesto sus estereotipos sobre Ucrania a Occidente, e incluso en círculos eclesiásticos en el Vaticano. Para vencerlos, nuestro país debe trabajar más duro desde el punto de vista político y diplomático”, afirma este hombre que fue fundador del grupo de Helsinki de Ucrania y fue encarcelado por sus ideas en la URSS.

En el vestíbulo de la universidad, una exposición recordaba a los paisanos de Lviv que perecieron en la llamada Revolución de la Dignidad en Kiev (2013-2014) y en el frente. Las fotos y biografías de los muertos añadían una dimensión dramática al espacio moderno y diáfano, proyectado por un arquitecto alemán.

A los caídos por Ucrania los recordaban también en la iglesia de San Pedro y San Pablo, que es la parroquia de la guarnición de Lviv, es decir, de los militares acuartelados en la provincia. Los paneles con las imágenes de los “mártires” se alineaban en el templo erigido para los jesuitas en el siglo XVII: Seguridad, Interior, Ejército, Aduanas, cada institución con su espacio y sus muertos, y en torno a ellos municiones, casquillos, minas reventadas, instrumentos de guerra. Aparte, las fotos de los huérfanos.

En Ucrania existe la institución del capellán militar, y los nueve sacerdotes grecocatólicos de esta parroquia se turnan para atender a las tropas desplazadas al este, contaba el padre Andrí. Era domingo y entre los muchos visitantes del templo había grupos de oficiales que seguían un curso en un centro de entrenamiento cerca de Lviv, explicó Tania Zioma, de la 53ª brigada del Ejército.

“La Iglesia apoya con oraciones y con dinero, paga prótesis, sillas de ruedas y rehabilitación, porque el Estado no hace suficiente y esta guerra dura demasiado”, dijo el padre Andrí. “Europa no quiere reconocer lo que sucede”, sentenció el sacerdote. Y prosiguió: “Recuerde el memorándum de Budapest [1994] por el que entregamos nuestras armas nucleares y, a cambio, Estados Unidos y otros países prometieron ayudarnos. ¿Dónde está la ayuda? Lo llaman conflicto porque no quieren luchar. Aquí hay una sola guerra y es con Rusia”.

De vuelta a Kiev, visitamos a Vitali y Yulia, un matrimonio al que El País Semanal entrevistó en 2005, cuando soñaban con comprar un piso en la capital. La pareja procede de Luhansk y los padres de ambos siguen residiendo en aquella zona hoy controlada por los separatistas. La pareja sigue viviendo en un piso de alquiler; Vitali vendió el coche en el que trabajó como taxista y traspasó el pequeño café que llegó a abrir después. Yulia sigue dando clases en una escuela municipal. La hija, Dasha, estudia en el Instituto Politécnico de Kiev, pero ha perdido el interés por el dibujo y aspira a ser guía turística.

“Si antes del coronavirus se esperaba un crecimiento del 3%, los pronósticos indican ahora una caída de entre el 4,5% y el 11,5%”

“Nos han rebajado los recursos que [el presidente] Petró Poroshenko nos aumentó. De nuevo tendremos que pedir a los padres de los alumnos que paguen el papel higiénico y la reparación de las aulas”, dice Yulia, que gana 14.000 grivnas al mes (unos 475 euros).

“Pasan los años y con horror pienso que puedo acabar como esas pobres jubiladas que reciben 2.400 grivnas de pensión”, exclama la maestra. En Ucrania la pensión media es de 3.100 grivnas (105 euros) y el 80% de los jubilados cobra menos de 4.000 grivnas, explica Ella Libánova, directora del instituto de demografía y estudios sociales. “El número de quienes afirman no tener dinero ni para comer se incrementa y constituye un 15% de la población”, señalaba Volodímir Paniotto, director del Instituto Internacional de Sociología de Kiev (KIIS). Eso era antes de que llegara el nuevo coronavirus.

Yulia y Vitali han decidido emigrar. La meta es Canadá. De momento, Vitali consiguió un contrato como camionero internacional para una empresa en Polonia. El coronavirus demoró la expedición de su visado de trabajo, pero en mayo recorría ya las carreteras de Europa conduciendo un vehículo de gran tonelaje.

Pese a sus más de 14.000 muertos, la guerra se difumina en la conciencia de la gente. “Aún disparan, pero las estadísticas de muertes por accidentes e incendios superan a las de muertos en el frente”, observa Olexandr Martinenko, director de la agencia informativa Interfax. Al periodista le infunden optimismo “los numerosos partidarios de concentrarse en levantar el país y poner fin a la guerra o como mínimo lograr una tregua, para evitar más víctimas”. “Este fue el mensaje con el que Zelenski ganó las elecciones”, dice. “El patriotismo ucranio que se centró en la lengua y el apoyo a las tradiciones étnicas evoluciona ahora hacia un nuevo concepto basado en el apoyo a la independencia y el desarrollo de Ucrania”, opina el sociólogo Paniotto.

Ucrania es un país cada vez más agrícola. Quienes consideran la industria como parte imprescindible de la soberanía nacional temen ahora que su patria se convierta en una colonia de las multinacionales. El índice de producción industrial se redujo en un 8,3% en 2019 y, por efecto del virus, el PIB necesitará un mínimo de siete años para recuperar el nivel de 2013, dice el economista Andrí Nóvak. “Si antes del coronavirus se esperaba un crecimiento económico del 3%, ahora los pronósticos indican una caída que puede variar entre el 4,5% y el 11,5%”, señala. Positivo es que la agricultura no se ha visto afectada, dice. En cuanto a la industria, “aún respira”, “conserva el conocimiento y la tecnología” y requiere inversiones para su modernización. “Ucrania es uno de los pocos países poseedores de todo el ciclo de producción de misiles espaciales y de construcción de aviones, pero no tiene un programa de estímulos estatales porque nuestro Gobierno carece de pensamiento estratégico”, exclama Nóvak. El experto censura el gusto por lo extranjero de los dirigentes del país. El Ministerio del Interior compró helicópteros a Francia en lugar de encargarlos a Motor Sich, en Zaporizhia; la alcaldía de Kiev, a su vez, adquirió en Polonia los tranvías que habría podido obtener en Lviv, y la compañía estatal de ferrocarriles adjudicó a Hyundai los trenes que hubiera encontrado a mejor precio en la Fábrica de Vagones Kriúkiv (KVSZ).

Vladímir Prijodko es el director y propietario de la KVSZ y uno de los grandes abogados de la industria nacional. Su larga y distinguida carrera está asociada con esta empresa, de la que su padre ya fue director. Ubicada en Kremenchuk, una ciudad de 220.000 habitantes junto al Dniéper, la KVSZ producía sobre todo para Rusia hasta 2013, año en que Moscú dejó de importar vagones y concluyó así el recorte de las compras, iniciado en 2011, según explica Prijodko. “Rusia pasó a defender sus productores nacionales e incluso bloqueó nuestras ventas a otros países de la Comunidad de Estados Independientes como Bielorrusia o Kazajistán”, dice el ejecutivo, que añade: “Ucrania debe defender la industria nacional como hacen Estados Unidos, China y la Unión Europea y crear una estructura para dirigirla”.

En 2012 la KVSZ fabricó 11.700 vagones, de los cuales cerca de 8.000 se exportaron a Rusia. En 2019 su producción era de 5.300 vagones. En marzo, el presidente Zelenski acudió a la fábrica y prometió que el Estado le compraría tres locomotoras y 90 vagones de pasajeros. Para 2.000 obreros, cuyo sueldo medio es de 17.000 grivnas, y 12.000 personas de la industria de componentes, estas promesas supondrían trabajo hasta fin de año, afirmaba Prijodko cuando le visitamos en marzo.

En su despacho en la sede de KVSZ, Prijodko afirmaba que sus trenes son mejores y más baratos que los de Hyundai, pero KVSZ no puede competir con los incentivos financieros de los coreanos, que “en una conspiración” se adjudicaron los trenes Intercity entre las sedes de los partidos de la Eurocopa de 2012.

En los amplios talleres de la KVSZ están los frutos de un trabajo impagado, entre ellos coches cama encargados por la compañía estatal de trenes de Ucrania y un vagón restaurante que los ferrocarriles de Tayikistán nunca recogieron. Prijodko busca proyectos conjuntos con empresas internacionales del sector, pero estas tienen más interés en vender su material que en potenciar la primera fábrica de vagones de Ucrania.

En defensa de la industria nacional se manifiesta también Volodímir Gorbulin, exsecretario del Consejo de Seguridad y Defensa de Ucrania (1994-1999). En época soviética, Gorbulin respondía del desarrollo de los sistemas de misiles en la empresa Yushmash de Dnipropetrovsk (hoy Dnipró). Gorbulin trata de convencer a Zelenski para que invierta en la tecnología de misiles en la que Yushmash fue abanderada en la Unión Soviética. “Ucrania fue la tercera potencia nuclear del mundo y produjo dos sistemas de misiles, los SS 18 y los SS 24, que determinaron la paridad estratégica de la URSS con EE UU en los ochenta”, explica el ingeniero, hoy vicepresidente de la Academia de Ciencias de Ucrania.

Al desintegrarse la URSS, Ucrania tenía 220 cohetes portadores, de ellos 176 misiles balísticos intercontinentales con 1.240 cabezas nucleares y 44 bombarderos pesados, equipados con más de 1.000 misiles nucleares de crucero de largo alcance. A esto se añadían centenares de armas nucleares tácticas, señala. “Pero el accidente de Chernóbil convirtió el rechazo a las armas nucleares en la ideología básica de nuestro país”, constata.

Policías junto al Parlamento.
Policías junto al Parlamento.Oleksandr Klymenko

Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia y firmó el tratado de no proliferación como país desnuclearizado en 1994, a cambio de garantías internacionales de seguridad que no llegaron a ser vinculantes. Hasta 2014 Moscú solicitaba dos veces al año los servicios de Yushmash para mantener los misiles SS 18 que aún posee. Yuzhmash produce para la estación espacial internacional y exporta tecnología aeroespacial y de lanzamiento de satélites. En la venta de tecnología militar, la empresa está sujeta a limitaciones por la adhesión de Kiev al régimen internacional de control de tecnología de misiles.

“Para hacer encargos a nuestra industria hay que convencer a nuestros líderes de que el país necesita medios de defensa suficientes”, dice Gorbulin. “Pero nuestros dirigentes no tienen mentalidad estratégica. No saben jugar al ajedrez. No han trabajado en fábricas y no saben que para mantener la industria hay que producir en cadena y no unidades sueltas”, exclama. “Debemos revisar el sistema de planificación y dirección del complejo militar industrial”, afirma, sin darse por vencido.

Habíamos concluido ya nuestros viajes cuando la pandemia nos obligó a hacer otro distinto, esta vez por teléfono, para saber si nuestros interlocutores se habían visto afectados por ella. Descubrimos así pequeños y grandes efectos del virus. En Shevchénkov unos malhechores reventaron el único cajero bancario del pueblo y sus habitantes solo pueden obtener dinero en metálico en los pueblos vecinos, con los que está cortado el transporte público. Smalkó temía por el presupuesto municipal y la merma de ingresos fiscales. No podrá contratar a un policía como quisiera y está instalando un sistema de calefacción por leña en el pueblo para acabar con el monopolio de la empresa suministradora del gas.

En Kiev, Irina está en paro porque el hotel donde trabajaba despidió al personal y cerró. Deprimida, se consolaba viendo películas sobre los campos del Gulag, una desgracia aún mayor que la suya. Su hijo residente en Polonia, atrapado en Ucrania durante una visita debido al cierre de fronteras, esperaba a que las reabrieran viviendo en la ruinosa casa familiar de Márinka, ciudad sobre la que seguían disparando en abril. En el este de Ucrania, los puestos de control con los territorios secesionistas estaban cerrados y solo se permitía el tránsito en casos excepcionales. En Kremenchuk, la KVSZ mantenía a la plantilla de 6.000 personas, pero el 75% tenía jornada reducida de cuatro días y no se había materializado la promesa del presidente de comprar tres locomotoras y 90 vagones. Prijodko denunciaba la política económica y seguía luchando por una industria nacional.

Tal vez el denominador común de nuestros variados interlocutores tiene que ver con la libertad y la defensa de la capacidad de elegir. Son estas las dos razones por las que Martinenko, hijo de militar soviético y rusohablante de origen, está “orgulloso de ser ucranio”. Y tal vez sean estas las razones por las que, al ser preguntado sobre el sentimiento de pertenecer a esta comunidad, a Gorbulin, de 82 años, le chispearon los ojos y se puso a hablar de los cosacos, “aquellos hombres valientes y amantes de la libertad, capaces de morir defendiendo sus objetivos y organizados democráticamente en formaciones militares, que Catalina la Grande destruyó”. Y al hablar, el ingeniero, condecorado con las máximas distinciones de la URSS por sus misiles, parecía enfadado con aquella emperatriz de Rusia.

El amor a la libertad que impera en Ucrania tiene su reverso en el individualismo. “Los ucranios no han creado su propia narrativa nacional unificada, y si no ven la necesidad de ir al encuentro entre ellos, no tienen futuro”, nos advirtió el historiador Vasyl Rasevich en Lviv. Ese país de grandes sueños no ha sabido aún sumar las libertades individuales de sus gentes diversas y ponerlas al servicio armónico de un Estado democrático y multicultural.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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