Otro terreno
Es el Parlamento y no el Supremo el que controla la acción del Gobierno
El Tribunal Supremo ha exigido que el ministerio de Sanidad le dé cuenta quincenalmente de las medidas adoptadas para proteger a los sanitarios que atienden en hospitales y centros médicos a los enfermos de coronavirus. Con esta decisión, el Supremo ha querido responder a la solicitud que le ha dirigido la Confederación de Sindicatos Médicos a fin de que inste al Gobierno para que asegure el reparto de mascarillas, guantes y gafas entre los profesionales de la salud que hacen frente a la pandemia. Tanto la reclamación de los sindicatos como la respuesta del Tribunal han coincidido en el tiempo con las noticias acerca de la existencia de partidas defectuosas en el material de protección enviado por el Gobierno a los hospitales.
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La decisión del Supremo no es la primera sobre el asunto, pero sí la que ha llegado más lejos en una vía intermedia que resulta cuando menos tan excepcional como la crisis provocada por el coronavirus. Todo indica que se habrían cometido errores al adquirir los suministros sanitarios para contener la pandemia y proteger a los profesionales involucrados en la tarea. Como también que es obligación del Gobierno ofrecer explicaciones de cómo y por qué se produjeron, en el entendimiento de que identificarlos y corregirlos, asumiendo las responsabilidades que corresponda, es la única garantía para mejorar la gestión. Pero dando todo ello por descontado, no acaban de entenderse las bases sobre las que el Tribunal Supremo, cuya tarea constitucional, como la de cualquier otro órgano jurisdiccional, consiste en juzgar y hacer cumplir lo juzgado, se ha arrogado una tarea de control regular al Ejecutivo.
Un control en el que lo estrictamente jurídico no se distingue de lo abiertamente político, de manera que el Tribunal Supremo podría estar invadiendo competencias del Legislativo. Porque el procedimiento constitucional básico para que un Gobierno rinda cuentas son las preguntas de los grupos en las sesiones de control del Congreso, no los tribunales. Y eso con independencia de que algunas formaciones extremistas se hayan especializado en utilizar el recurso a la justicia para amedrentar a sus adversarios, intentando disimular bajo un apocalipsis de togas la cara oculta de esta estrategia: su radical incompetencia para ejercer un papel parlamentario.
La respuesta del Tribunal Supremo a la solicitud de la Confederación de Sindicatos Médicos realiza una elección en la que nadie sale ganando en la cuestión de fondo, puesto que si no hay mascarillas, sencillamente no las hay, se informe o no a la Sala. Y, en cuanto a la cuestión de forma, el sistema constitucional sale perdiendo, puesto que proyecta sombras gratuitas sobre el respeto a la separación de poderes, proporcionando, además, falsas esperanzas a los extremistas. Por descontado, los sanitarios tienen que estar protegidos para realizar su tarea y el Gobierno deberá responder políticamente si no ha sido capaz de proporcionar los medios. También, llegado el caso, judicialmente, si es que los tribunales apreciaran elementos jurídicos que convirtiesen una gestión deficiente en un ilícito. Pero aún en este último supuesto, el Poder Judicial no puede entrar en el terreno del Legislativo; su obligación es contribuir a que cada responsabilidad se depure ante la instancia adecuada. Por el bien de los sanitarios, primero. Pero también por el del sistema constitucional.
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