Edificios-cosa: 10 imágenes que explican por qué algunos son una idea brillante y otros una mera ocurrencia
Hay que diferenciar entre una idea y una ocurrencia y, sintiéndolo mucho, por cuquis y divertidas que nos parezcan algunas de ellas no son más que ocurrencias
Una de las curiosidades arquitectónicas que más le gusta al público general es imaginar que un edificio tiene forma de otra cosa. Se diría que la gente no soporta que las casas tengan forma de casa y ven como una suerte de hazaña bíblica los casos en los que la arquitectura abandona la funcionalidad de fachadas y cubiertas en favor de formas sandungueras. Qué se yo: un barco, un perro panza arriba, un pez o un pato. Como si estuvieran aburridos de vivir en ciudades y quisieran vivir en un episodio de Dragon Ball o un parque temático de Disney. Tampoco les culpo por ello.
Sin embargo, este tipo de maniobras formales tiene poco de arquitectura y mucho de superficialidad palanganera. No trato aquí de defender la profundidad conceptual de la disciplina de Vitruvio; es que, normalmente, los artefactos de la civilización (y los edificios no dejan de ser uno de los artefactos civilizatorios esenciales) suelen adquirir la forma que mejor responde a su cometido. Si nos horrorizaría un coche con forma de perro, ¿por qué nos empeñamos tanto en decir que el Guggenheim de Bilbao tiene forma de barco en vez de forma de museo? Pues porque nuestro cerebro está preparado para encontrar satisfacción en las analogías. Sean o no ciertas.
Los buenos ejemplos
"Hay que saber diferenciar lo que es una idea de lo que es una simple ocurrencia". Este era uno de los mantras que Alberto Campo Baeza repetía en clase cuando yo fui alumno suyo, y supongo que lo seguirá haciendo porque es una verdad inalterable. A saber: una obra arquitectónica siempre nace de una idea. Esa idea puede ser abstracta y ensimismada o puede surgir de una analogía formal o conceptual. Vamos, que el edificio que propone el arquitecto puede tener la mejor forma posible para aprovechar el espacio o el soleamiento o la ventilación; pero una de sus ideas de partida puede ser también una metáfora formal derivada de razones propias del entorno urbano, social o cultural donde se va a levantar.
Sin embargo, hay que saber distinguir cuándo esa analogía está efectivamente sostenida por un estudio consistente del entorno o las necesidades del edificio y cuándo es una mera ocurrencia. Si el parecido entre el edificio y lo que quiere imitar se acerca demasiado a la mímesis, ese edificio se convierte en una ocurrencia. Desaparece la analogía y solo queda la anécdota.
Entonces, ¿todos los edificios que parecen cosas son feos? No, son feos los que se parecen demasiado a otra cosa. No solo porque habitualmente son atrocidades estéticas de primer orden, sino porque, como dije al principio, si a un artefacto que sirve para habitar le pones la forma de un pez, cuya forma sirve para nadar, el artefacto ya no va a servir para ser habitado. Y lo malo es que tampoco sirve para nadar porque un edificio suele pesar varios miles de toneladas.
Y sin embargo, hay unos cuantos edificios estupendos que además se sostienen en metáforas formales de primer orden. Por ejemplo, el Kursaal de San Sebastián. En una decisión poderosísima de separar el nuevo edificio de la trama urbana, Rafael Moneo se deshizo de cualquier referencia a fachadas y cubiertas, ventanas y puertas y colocó el nuevo auditorio en el entorno conceptual de la ingeniería civil, como diciendo: esos cubos girados no son edificios, son los cubos de hormigón de un malecón. Las rocas que golpean contra el mar.
El Palacio de Congresos Euskalduna de Bilbao es otro caso de bellísima metáfora formal. A diferencia de su vecino el Gugenheim, que no tiene forma de barco: el Euskalduna abraza conscientemente la analogía marítima. No solo por esa posición a medio cuerpo entre el paseo y la ría sino también por su elección de materiales. El acero Corten de la fachada rememora sin pudor el material de los viejos navíos mercantes, corroídos por el viento y la sal.
Más reciente es el Arbre Blanc que Sou Fujimoto acaba de inaugurar en Montpelier (Francia). En realidad, nunca podemos estar seguros de si un arquitecto ha tomado la metáfora antes o después del proceso creativo porque muchas veces, los arquitectos mentimos sobre cómo han nacido las ideas en la cabeza y hacemos croquis a posteriori para justificarnos. Sin embargo, lo más normal es que la analogía surja durante el proceso creativo.
Sin estar yo dentro de la cabeza de Fujimoto, lo más probable es que comenzase investigando sobre cómo los balcones se pueden distribuir de manera libre sobre una fachada y, avanzando en el proyecto, llegase a esa metáfora tan evidente pero tan lúcida del árbol blanco.
Los 'bichos' más horteras
Seamos honestos, estos edificios no despiertan tanto la curiosidad del público general porque, por muy buenos, elegantes o estéticamente atractivos que sean, siguen pareciendo edificios. Y nosotros queremos tontunas y cachondeíto. A ser posible con alguna referencia muy obvia al propietario del edificio en cuestión. Por ejemplo, si vamos a montar la sede del Consejo Nacional de Desarrollo Pesquero de la India, pues qué menos que hacer un pez con forma de pez pero de cinco plantas de altura por ciento y pico metros de largo, como el que se levanta en Hyderabad.
¿Que tengo que construir un nuevo auditorio y salas de ensayo para el conservatorio de Hefei, en China? Pues hagámoslo con la forma de un piano de cola y un violín transparente porque, claro que sí, tu música es mi voz y la horterada es mi modus operandi. ¿Una oficina de turismo para Tirau, pueblo neozelandés famoso por su ganadería bovina? Dicho y hecho, tres edificios de chapa corrugada con forma de oveja, carnero y perro pastor, con sus orejitas y sus ojitos.
Edificios-cosa como los tres que acabamos de ver los hay a cascoporro por todo el mundo, pero hay uno muy pequeñito que es, curiosamente, el más importante de todos. Tanto que está protegido patrimonialmente e incluido en el Registro Nacional de Lugares Históricos de los Estados Unidos. Se trata del Big Duck de Long Island, Nueva York.
El pato: un edificio-anuncio
Como su nombre anticipa sin reparo, se trata de un pato. Un pato grande. ¿Y por qué el Big Duck es tan importante? Pues porque, aunque es físicamente un edificio, en realidad no es un edificio. Es un anuncio. Su función no es ser habitado, su función es anunciar.
Construido en 1931 por el granjero de patos Martin Maurer, el pequeño edificio no era una casa, era una tienda. Una tienda para vender precisamente patos y huevos de pato. El objetivo del Big Duck no es servir de refugio sino llamar la atención de posibles compradores. Entonces, si consideramos que la función del edificio no es tradicionalmente arquitectónica sino publicitaria, ¿es el Big Duck un buen edificio? Pues sí. Rotundamente sí. No solo es un muy buen edificio, es la base fundacional de toda una teoría arquitectónica, la del edificio-anuncio.
Así lo afirmaron en 1972 Robert Venturi y Denise Scott Brown en su libro seminal Learning from Las Vegas. En su texto, además de poner en valor los rótulos luminosos y las fachadas hipercrómáticas y efervescentes de la ciudad de los casinos, Venturi y Brown acuñaban el término duck para referirse a esos edificios que, al tener forma de lo que anuncian, se convierten en el mejor ejemplo de comunicación arquitectónica. Porque ya no son edificios, son símbolos y, por tanto, no responden ante la arquitectura sino ante la semiótica.
Al fin y al cabo, poco importa que la Torre Eiffel del Paris Las Vegas Casino Hotel & Resort esté despatarrada encima de una reproducción en cartón-piedra del Louvre, y la Ópera Garnier y todo el conjunto sea más falso que un euro de madera, porque no son edificios de verdad; es un anuncio de sí mismo. Y eso lo hace muy, pero que muy bien.
(*) Pedro Torrijos es arquitecto y sociólogo y conocido divulgador de la Arquitectura.
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