Malcolm Gladwell: “Hemos inflado la importancia de la política en nuestras vidas”
De descubrir pequeñas historias detrás de las grandes cosas y grandes historias detrás de las pequeñas cosas vive este periodista y escritor británico afincado en Nueva York. Así se ha convertido también en una estrella intelectual de nuestro tiempo. Sus libros, artículos y podcasts tienen legiones de seguidores. Su misión: ayudar a la gente a comprender complejas parcelas del conocimiento, como la científica. Y, frente a los espejismos del carisma y la impostura, anteponer el rigor y el conocimiento.
El encuentro con el extraño adquiere un misterio especial cuando el motivo del encuentro es un ensayo que ha escrito sobre los encuentros con extraños. El extraño es Malcolm Gladwell, de 56 años, británico criado en Canadá y residente en Nueva York, talentoso reportero convertido en fenómeno cultural. Y el ensayo Hablar con extraños (Taurus) advierte justamente contra la tentación de precipitarse al extraer conclusiones de las personas: estamos, asegura, diseñados para malinterpretarnos.
Puro territorio Gladwell. En sus reportajes para The New Yorker, en sus libros superventas, en sus podcasts escuchados por millones de personas se aprende que Elvis Presley, por un acto fallido freudiano, era incapaz de recordar una frase concreta del fragmento recitado de la letra de Are You Lonesome Tonight? Que las langostas tienen serotonina. Que la dislexia ha sido la clave del éxito de unos de los mejores abogados de Estados Unidos. Que existe una receta del kétchup objetivamente perfecta. O que, probablemente, Sylvia Plath no se habría suicidado de no haber tenido un horno de gas en su casa.
Lo gladwelliano es un viaje de ida y vuelta entre lo grande y lo pequeño. Son las historias profundas detrás de las cosas superficiales y las historias superficiales detrás de las cosas profundas. O, como dice el eslogan de su podcast Revisionist History, “una travesía a través de lo que pasamos por alto y lo que malinterpretamos”. La fórmula le ha hecho vender millones de ejemplares de sus libros (Inteligencia intuitiva, La clave del éxito, Fuera de serie o David y Goliat, editados en España por Taurus), dar cotizadas charlas por todo el mundo, convertirse en una de las 100 personas más influyentes del mundo según la revista Time y levantar un pequeño imperio de los podcasts, medio que acapara ahora gran parte de su interés.
El encuentro es en el apartamento de Gladwell en Manhattan, que ocupa las dos últimas plantas de una casa de ladrillo del West Village. La entrevista transcurre unas semanas antes de que un nuevo coronavirus encerrara a medio mundo en sus casas y convirtiera Nueva York en uno de los epicentros de una pandemia global. Seguro que Gladwell, que dedicó un extenso reportaje a la letal gripe de 1918 y que en La clave del éxito defiende que las tendencias se expanden siguiendo las mismas leyes que las epidemias, tendría puntos de vista interesantes que aportar. Pero enseguida se tuvo que sumergir en la nueva temporada de Revisionist History y no pudo encontrar otra cita para hablar de nuevo.
Asegura que cometemos al menos tres errores cuando conocemos a un extraño: el sesgo hacia la veracidad, que nos lleva a presuponer que la gente con la que tratamos es sincera; la ilusión de que lo que siente esa persona se transparenta en su rostro y el no considerar el contexto del encuentro. ¿Cómo afectan esos tres sesgos a este encuentro con un extraño?
Debería extremar mi cautela sobre cualquier conclusión que extraiga de usted. Al verle por primera vez, quiero saber si es amigable o no, quiero saber si le entusiasma hacer esto. Hay muchas cosas que querría saber de usted. Pero la evidencia de la que dispongo para hacer esos juicios es tan limitada y débil que debería abstenerme. Supongamos que se comporta usted de manera muy reservada a lo largo de toda la entrevista. No sonríe nunca, no parece escucharme. Eso podría significar muchas cosas. Puede que esa sea su forma de ser. Podría ser que algo terrible le ha pasado antes de venir, de lo que yo no tengo ni idea. O podría ser que no quiere hacer esto. Así que, si detecto falta de entusiasmo o indiferencia en usted, no sé qué significa y por eso no debería siquiera intentarlo.
El sesgo a la veracidad nos hace leer mal a la gente. ¿La alternativa, abandonar la confianza en los extraños, es aún peor?
“Si te fías de la gente, eres mejor a la hora de formar relaciones y organizaciones. Los que confían son los que esparcen sus genes”
Los dos hemos tenido un sesgo hacia la veracidad en este encuentro. Pero yo más que usted, porque usted al menos sabía cómo era yo físicamente. Yo no tenía ni idea. Podría haberle buscado en Google antes de encontrarnos, pero no lo hice. Solo acepté su palabra de que es un corresponsal de EL PAÍS. ¿Qué probabilidad hay de que esté mintiendo? Una muy pequeña, pero no es cero. Si hubiera cedido a esa desconfianza, si no hubiera tenido sesgo a la veracidad y asumido que usted es quien dice ser, habría destruido este encuentro por completo. Porque lo primero que le habría dicho, al encontrarle en la puerta, sería que me enseñe una identificación o que llame a su editor que me confirme que usted es quien dice ser. Eso habría empezado un patrón completo de desconfianza y, además, habríamos perdido 20 minutos de entrevista.
¿La evolución no debería habernos hecho mejores en detectar mentiras?
Tim Levine, creador de la teoría del sesgo a la veracidad, defiende lo contrario: que lo que la evolución ha hecho es premiarnos no por nuestra habilidad para detectar mentiras, sino por nuestra habilidad de fiarnos de los otros pese a todo. Si te fías de la gente, eres mejor a la hora de formar relaciones y organizaciones, de comunicarte, y todo eso es tan ventajoso que esa gente, la confiada, es la que esparce sus genes. La gente paranoide no esparció sus genes porque estaba tan frustrada, tenía relaciones tan problemáticas con otra gente, que no era la que ganaba el concurso evolutivo.
El periodismo, al que ha dedicado usted la mayor parte de su vida adulta, consiste en buena medida en encontrarse con extraños.
Una de las cosas importantes que aprendes como periodista es cuán a menudo te equivocas con la gente. Esa es la razón por la que hacemos reportajes, hablamos con más de una persona, comprobamos datos. Es porque, a medida que adquieres más experiencia, te das más cuenta de lo defectuosos que son nuestros juicios iniciales y lo a menudo que la gente, deliberadamente o no, nos dice cosas que no son verdad. Ser un periodista es una lección interesante en este problema de comprender a la gente. Hay muy pocas profesiones en las que estés de manera rutinaria expuesto a la idea de que la gente es difícil de leer. Los abogados, los policías, los profesores, los médicos. En muchas profesiones no tienes esa experiencia de primera mano sobre la dificultad de entender a alguien.
¿Y escribir libros? ¿No es una forma de hablar con extraños?
Supongo que sí. Una de las cosas que piensas cuando escribes es que tienes que hacerlo de una manera que atraviese las diferencias entre las personas.
Pero usted cree conocer bien a su lector. En alguna ocasión ha citado una especie de retrato robot: varón, 45 años, tres hijos, de Atlanta, ingeniero…
Sí. No es que sea mi lector medio, pero estuve una vez sentado en un avión junto a esa persona y me pareció el arquetípico lector mío. No leía muchos libros, estaba muy ocupado, pero era intelectualmente abierto y curioso. Y no necesariamente estaba de acuerdo conmigo en todo. Estaba bastante feliz de discrepar conmigo y seguir leyendo. Ese es mi rasgo favorito en mis lectores. No trato de convencerlos, solo implicarlos, hacerles pensar sobre algo.
También la economía del tiempo es algo que tiene en mente.
En efecto. Creo que los escritores a veces nos olvidamos de que producimos libros en un mundo en el que hay un enorme número de competidores. No somos la única opción del lector cuando llega a casa por la noche. Y creo que eso quiere decir que debemos estar muy atentos a cómo presentamos la información. Los libros tienen que ser mejores, más concisos, más relevantes. Los días en que podías escribir un libro de 800 páginas y esperar que la gente lo termine han pasado, ya no estamos en 1910.
Poner la investigación científica al alcance de la gente que no tiene tanto tiempo. ¿Sería una definición acertada de lo que hace usted?
La separación entre el público general y el mundo de los expertos ha crecido. Hoy hay muchísimo conocimiento que está fuera del alcance de la típica persona inteligente y educada. Antes, por ejemplo, un buen porcentaje de hombres jóvenes podía arreglar un coche. El coche era algo que estaba dentro de su alcance. Hoy en día es imposible. Y eso ha pasado en todo un número de diferentes campos. Los campos de conocimiento ya no son accesibles, necesitan traductores. Y eso es lo que hago.
Otra opción ante esa complejidad del mundo, como sugirió el ministro conservador británico Michael Gove, es no escuchar a los expertos.
Es estúpido. Yo defiendo justo lo contrario. Debemos escuchar a los expertos, pero necesitamos ayuda. Necesitamos periodistas que hagan el esfuerzo de traducirlos para nosotros.
Viajamos más, expandimos nuestras relaciones virtualmente en las redes sociales. Pero algunos autores, como Bill Bishop en su libro The Big Sort, defienden que en la actualidad nos distribuimos en comunidades alarmantemente homogéneas, que nos relacionamos cada vez más con gente que vive, piensa y vota como nosotros. ¿Cree que tenemos más relaciones con extraños que antes o menos?
Yo diría que más. Particularmente si miras lejos. Hace miles de años una persona que vivía en un pueblo en España nunca abandonaba su pueblo. Nunca conocía a nadie que no fuera católico. Nunca conocía a nadie que no trabajara con las manos. El 50% de sus relaciones eran con gente con quien estaba relacionado por sangre. Nunca había conocido a nadie de una etnicidad diferente. Es verdad que hoy estamos organizados por clases, de maneras interesantes. Pero nuestras interacciones diarias pueden ser con personas enteramente diferentes de uno mismo.
Las ideas con las que trabaja se prestan a numerosas lecturas políticas, pero se diría que usted deliberadamente las evita. ¿Es tan intencionado como parece?
Sí. No estoy tan interesado en la política. O sí lo estoy pero siento que otros escriben de política mucho mejor que yo. También creo que muchas de estas cuestiones, si las atas a la política, las haces menos interesantes.
¿Estamos demasiado politizados?
Hemos inflado la importancia de la política en nuestras vidas. La mayoría de las cosas que afectan a mi propia felicidad no tienen nada que ver con ella, tienen que ver con decisiones y acciones tomadas por mis amigos, mi empleador, las empresas, la gente que conozco. Nuestras vidas son mucho más ricas de lo que muchos discursos políticos sugerirían.
Algunas críticas que recibe son por simplificar en exceso, pero también le critican por extraer demasiado de cosas que no necesitan tanta explicación. ¿En qué punto entre esos dos extremos prefiere situarse?
“Estamos muy sesgados a favor de gente que es carismática o atractiva, y eso arruina nuestro detector de verdades”
No presto mucha atención a mis críticos. Solo pienso que mi trabajo es simplificar las cosas. Creo que esa es la razón por la que soy útil en el mundo. Y también es mi trabajo a veces complicar las cosas. Hacer ver a la gente que hay una historia compleja detrás de todo aquello que parece obvio. Creo que es divertido cavar hondo. Deconstruir las cosas hasta lo que importa. Decir: “Esto es tan complicado que sé que nunca habías pensado en ello, te ayudaré”.
¿Hay un elemento de autoayuda en su escritura?
Soy un tipo extraño de escritor de autoayuda. Como un escritor de autoayuda intelectual. No me interesa ayudarte con tu vida amorosa, o a combatir la depresión o a perder peso, pero mi meta es la misma que la de esa gente. Es ayudar a las personas a resolver cuestiones en sus vidas, dándoles acceso a cuerpos de conocimiento con los que probablemente no estén familiarizados.
¿Cómo alcanzó esta peculiar especialización profesional? Siguiendo las teorías de sus libros, se podría decir que en The Washington Post alcanzó esas 10.000 horas de experiencia que le hicieron experto en una materia, y en The New Yorker alcanzó su punto de inflexión.
Sí, no está mal visto. Pasé 10 años en The Washington Post aprendiendo mi oficio y lo dejé cuando consideré que había adquirido algún tipo de maestría. En The New Yorker fue cuando convertí esa preparación en algo más significativo, de un valor más perdurable. Nadie lee los artículos que escribí para el Post, pero fueron necesarios para disponer el marco de las cosas que hago ahora.
¿Qué hay de los podcasts? Hay capítulos de Revisionist History con más de tres millones de oyentes. Todo un mundo nuevo para un narrador, ¿no?
Empecé a hacerlo como una especie de diversión hace cinco años, cuando un amigo me sugirió que lo hiciera. Pensé que haría un par de episodios, pero me enganchó. Es una nueva y maravillosa manera de contar historias. Mucho más directa, mucho más emocional. Es un trabajo en equipo. Hay todo tipo de ventajas. Encontrar un nuevo medio es maravilloso. Tarda un tiempo en ponerse en acción toda la infraestructura crítica, así que tienes una libertad increíble.
No hay un canon.
Exacto. No hay canon. El mundo no tiene expectativas. No hay nadie a quien compararte, porque no hay una generación previa. Si escribes música clásica hoy, te enfrentas a un extraordinario legado. Si lo hacías en el siglo XVII, había mucho menos con lo que competir. El rock and roll en 1960 estaba abierto de par en par. Hoy hay una montaña de críticos preparados para decirte lo que funciona y lo que no. En los podcasts estamos en ese periodo mágico del comienzo, y lo disfruto mucho. El campo entero es positivo. Otros podcasters quieren que tengas éxito porque quieren que todo el medio tenga éxito. Es maravillosa esa idea de que estamos todos juntos en esto, es algo que he estado buscando toda mi vida.
¿Cree que la literatura tradicional está en decadencia?
La radio no desapareció cuando llegó la televisión. Las nuevas formas de expresión nunca suplantan las previas, simplemente añaden. Es difícil encontrar una forma literaria que haya muerto. Lo que suele suceder es que añadimos algo nuevo y hay una creciente cantidad de fertilización cruzada.
¿Quién es un extraño? O, en otras palabras, ¿cuándo deja alguien de ser un extraño?
En cierto sentido, una parte de cada persona siempre es extraña. Uso el término de manera muy amplia deliberadamente. Porque incluso gente a la que has conocido toda tu vida puede ser extraña. Puedes estar casado con una persona a quien no comprendes del todo. Incluso podemos ser extraños para nosotros mismos. Todos tenemos motivos que no podemos explicar adecuadamente o reacciones que no tienen sentido para nosotros. Hay un elemento permanente e inevitable de misterio en la forma en que operamos y en la manera en que operan las amistades, pero el problema obviamente es más agudo en la persona que conocemos por primera vez, que es la definición clásica de extraño.
Dice que, a veces, para emitir un juicio sobre una persona es mejor no conocerla personalmente.
Yo creo que es el paso lógico siguiente. Si la evidencia que recogemos es tan defectuosa, ¿no nos iría mejor sin ella? Expertos en detección de mentiras te dicen que si intentas determinar si alguien está mintiendo, lo más efectivo es no mirarlo, solo escuchar lo que dice o leer lo que ha escrito. Apartar el canal más ruidoso. Estamos muy sesgados a favor de gente que es carismática o atractiva, y eso arruina nuestro detector de verdades. Retirar información mejora la habilidad para hacer un juicio correcto sobre alguien.
¿Cuál es, entonces, su consejo a la hora de relacionarse con un extraño?
Retrase todo lo posible cualquier juicio duradero. Y esté dispuesto constantemente a revisar sus conclusiones sobre la gente. Comprenda que los patrones sobre comportamientos humanos existen, pero pueden tardar mucho tiempo en emerger.
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