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Tribuna
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Filosofía del virus

En tesituras como la actual, lo único que puede contar como actuación es la sobreactuación: obrar de un modo que no sea aparatoso y que no ocupe todo el escenario sería como no hacer nada

Antonio Valdecantos
Una playa totalmente vacía por las medidas de aislamiento que se han dictado en California.
Una playa totalmente vacía por las medidas de aislamiento que se han dictado en California. Marcio Jose Sanchez (AP)

Antes de este año, la palabra virus designaba más que nada, sobre todo entre nativos digitales, los ataques a distancia sufridos por ordenadores. Nada hay de raro en que una metáfora olvide su condición y en que su correspondiente término literal pase a ser figurado. Al fin y al cabo, el nombre cajero se refiere, más que al encargado de una caja registradora o de caudales (el oficio suele ser femenino), a cierto dispositivo mural del que puede extraerse dinero con una tarjeta, sin que ya haga falta añadir el adjetivo automático. No sabemos si la Covid-19 hará que los virus digitales regresen a la condición metafórica con que nacieron. ¿Deberá tomarse el coronavirus como el causante de una infección muy rara que, en lugar de afectar al ordenador (que es lo normal), daña, no se sabe por qué, las vías respiratorias?

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En un libro célebre, Susan Sontag examinó las muy enfermizas metáforas suscitadas por la tuberculosis y el cáncer y, según algunos intérpretes, Camus escribió La peste como una alegoría del nazismo, lo cual, en caso de ser cierto, habría proseguido una larga tradición de usos figurados de epidemias y plagas. Por su parte, las crisis económicas tienden a percibirse alegóricamente como pandemias, pero también éstas se miden por sus efectos en los mercados: el coronavirus constituye —para algunos esto es lo que más importa— un ataque a la economía global propagado por contagio táctil. Las recesiones económicas producen muertos porque obligan a reducir el gasto sanitario, pero los virus globales, de manera inversa, generan crisis económicas a causa del bloqueo infligido a la confianza y, sobre todo, a la movilidad.

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Los virus no digitales (habrá quien los llame analógicos) son proverbialmente viajeros, lo cual es una señal más de la condición central que la movilidad tiene en nuestro tiempo y también de su doble faz: el nomadismo global no sólo afecta a los capitales, a los bienes de consumo y a los turistas, sino también a los pobres, a los refugiados y a las epidemias. De lo ocurrido en estas semanas, puede que lo más lesivo para nuestros hábitos sea la restricción o prohibición de movimientos. Resulta claro que la pasión que aquí está en juego es el miedo, y conviene advertir que el temor a quedar inmovilizado puede convertirse en pánico.

Para el filósofo italiano Giorgio Agamben, no hay duda de que las precauciones que se nos imponen son una manifestación de “la tendencia creciente a usar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno” y provocan “una verdadera militarización”. No sé si los Gobiernos exageran en sus decisiones, pero a algunos filósofos puede que a veces sí se les vaya un poco la mano con sus juicios. En cualquier caso, lo que enuncia Agamben sugiere una sospecha: aislar regiones o países es, para el poder político, toda una reviviscencia de la época en que el soberano estaba en condiciones de dejar, por sorpresa y con estrépito, una impronta indeleble en la vida de los súbditos. Allí donde los poderes de algunos ministros son, en circunstancias normales, prácticamente inexistentes, la pandemia brindaría, según esta sospecha, una ocasión preciosa para volver durante cierto número de días a la época en que todo el mundo sabía lo que significaba mandar y obedecer. El virus, sin embargo, se mueve (ya se diga esto en italiano o en la lengua que se quiera), y no con lentitud.

La pasión que está ahora en juego es el miedo; el temor a quedar inmovilizado puede convertirse en pánico

Las políticas profilácticas acometidas en estos días son modos, más o menos improvisados, de gestión y dosificación del miedo. En el libro II de la Retórica, Aristóteles definió el temor como el trastorno causado por la imagen de un mal futuro cuando su desencadenamiento se toma por inminente y cuando se cree que afectará a uno mismo o a las personas próximas. En esto quizá hayamos cambiado poco desde entonces: lo esencial del miedo es, sin duda, ver venir el mal y verlo muy cerca. Pero hay un caso, apenas sugerido por Aristóteles, que quizá sea el más temible. Es el que corresponde a un mal que ha empezado a manifestarse en forma muy tímida y que avanza lentamente, temiéndose que, de pronto, la velocidad del infortunio se desmande cierto día y entonces lo avasalle todo. Ese temor es quizá más poderoso que el suscitado por un mal que se declara de golpe con toda su intensidad.

El poder político se estableció para quitar el miedo, pero también para doblegar los peligros, y el súbdito teme que la ausencia o ligereza del temor presente venga seguida de un mal descomunal. A la población hay que mostrarle, por tanto, diligencia y capacidad de respuesta, y obligarla a sumarse a ellas. Ya no procede tranquilizarla, porque tal cosa es imposible. Al contrario: hay que electrizarla haciéndole ver que no se da la espalda al desafío. En tesituras así, lo único que puede contar como actuación es la sobreactuación: obrar de un modo que no sea aparatoso y que no ocupe todo el escenario sería como no hacer nada. O este asunto se convierte en el más importante (no sólo del presente, sino casi de la vida entera), desplazando a cualquier otro, o, de lo contrario, quedará claro que se ha obrado con negligencia.

Si las cosas se hicieran como es debido, el teletrabajo sería el gran beneficiario de esta pandemia providencial

Por nada del mundo se perdonaría que a un desastre así no le hubiera precedido su correspondiente miedo, que es el que a los Gobiernos corresponde ahora administrar. Tampoco debe olvidarse, desde luego, que todo mal es una fuente de oportunidades: si las cosas se hicieran como es debido, el dichoso teletrabajo sería el gran beneficiario de esta pandemia providencial. Cabría preguntarse si seremos capaces de olvidarnos de la restricción de los movimientos físicos a base de sustituirlos por hiperactividad digital, porque, de ser así, el acontecimiento sería francamente portentoso. Daría a entender que los virus en el sentido tradicional de la palabra son sólo antiguallas y que la única salud que importa es la de las máquinas. No parece, sin embargo, que el desenlace vaya a consistir en esta broma de mal gusto. A veces lo literal vence a lo metafórico y lo hace con crueldad y burla. Quizá lo que se tema es que, cuando el virus se haya curado en sentido médico, se adviertan sus verdaderos efectos, y todos los órganos del cuerpo social se muestren seriamente dañados. El cuerpo social es, sin duda, una metáfora, pero ni siquiera las metáforas se libran de algunos virus cuando éstos actúan de manera incontroladamente literal.

Aunque resulta fácil que las ciudades desiertas y las horas desocupadas produzcan la siniestra impresión de que no habrá retorno a la normalidad, la estructura temporal del miedo es despiadada y quizá debería causar vergüenza: cuando la alarma cese y las calles y oficinas se vuelvan a llenar de gente, el estado espectral de estas semanas se desdibujará en la memoria de los supervivientes y costará trabajo recordarlo. La invasión del temor implica, sobre todo, la dificultad de imaginar en serio qué estaría ocurriendo en este lugar y en este instante si no se hubiera desatado el mal, pero los animales humanos se atemorizan por el futuro con la misma facilidad con que rehúyen la evocación del miedo pasado. Hay quien cree que, por verse vulnerable, de pronto se ha vuelto bueno, como si no fuese cierto que somos vulnerables al olvido antes que a cualquier otra desgracia.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III y autor, entre otros libros, de La excepción permanente y Manifiesto antivitalista.

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