La bolsa o la vida
Los Gobiernos se enfrentan al dilema del diablo: elegir entre víctimas del virus o de la recesión
La única ventaja de que el virus más famoso del siglo XXI haya llegado a Estados Unidos es que la prodigiosa maquinaria biomédica de ese país se ha metido hasta las trancas en el pantano pandémico que sobrecoge al mundo. Buena parte del trabajo de los científicos consiste en disuadir a su presidente, Donald Trump, de que adopte medidas contraproducentes, sea por orden ejecutiva o vía Twitter. Trump, magnate de la construcción antes que líder de un país de 330 millones de habitantes, empezó intentando retrasar las medidas de confinamiento y, cuando vio que eso no podía ser, se concentró en adelantar todo lo posible la recuperación de la actividad.
Tenía razones para ello: más de tres millones de trabajadores se habían apuntado al subsidio de paro en marzo, y eso sería poca cosa en comparación con los que no podían ni apuntarse. Trump quiso anunciar el fin del confinamiento para mediados de abril, con el muy comprensible propósito de limitar el daño a la economía, pero entonces ocurrió algo extraordinario. El jefe de enfermedades infecciosas de los NIH (Institutos Nacionales de la Salud, la mayor maquinaria de investigación biomédica pública del mundo), y principal asesor científico de la Casa Blanca, le convenció de que relajar las medidas en esa fecha mataría a dos millones de estadounidenses. Nadie salvo un psicópata se echaría sobre los hombros semejante carnicería. Trump ha rectificado, y va a extender la parálisis nacional hasta finales de este mes, pese al chorro de dinero que va a perder el país. Las muertes se reducirán así por debajo de las 100.000, aunque las pérdidas se disparen.
Es solo un ejemplo, aunque bien notable, del dilema del diablo al que se enfrentan los Gobiernos estos días. Se ha hablado mucho del premier británico, Boris Johnson, que optó inicialmente por proteger la economía a costa de soportar una multiplicación de la mortalidad. Llegó a pedir disculpas a sus ciudadanos por las lamentables pérdidas que sufrirían entre sus allegados. Sin citarlas, se refería sobre todo a las personas mayores, que tendrían que desaparecer del mapa por el bien de la economía nacional. Johnson también dobló. Pero tenemos ejemplos mucho más cercanos. El propio Gobierno español ha estado dividido sobre el confinamiento y el cierre de empresas desde el primer microsegundo de la crisis. La parte económica lleva un mes intentando reducir, retrasar o aliviar las medidas contra el contagio. No parece casualidad que el presidente decidiera poner al frente del gabinete de crisis al ministro de Sanidad, que siempre ha defendido la opción contraria.
No intento burlarme de esas divisiones y rectificaciones, ni proclamar la superioridad de la ciencia sobre la racionalidad económica. El dilema del diablo no me hace ninguna gracia, porque una recesión económica puede ser aún más dañina que el propio coronavirus. Puede dejar a un montón de gente en la calle, sin trabajo ni recursos, otra vez hipotecada, desahuciada, aplastada por la historia. Los gobernantes del planeta se enfrentan a unas decisiones muy difíciles, donde no se puede ayudar a todo el mundo y hay que elegir entre unas víctimas y otras. Nunca he querido ser ministro, pero ahora lo quiero menos que nunca. Qué horror.
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