Economía de guerra
El esfuerzo por salvar vidas se debe complementar con ayudas directas a los más vulnerables e impedir que la sociedad caiga en la anomía
Desde que comenzó la crisis sanitaria el lenguaje bélico se ha ido abriendo paso. Es indudable que el coronavirus, en su impacto, no es comparable a la muerte y destrucción de una contienda militar. Sin embargo, sí se le parece en ser un shock (parcialmente) externo que termina comprometiendo la inversión de todas las fuerzas nacionales.
Cuando ocurren crisis de estas características los cambios sociales y políticos se aceleran. Por ejemplo, entre las consecuencias no buscadas de estas terribles situaciones está un aumento de la solidaridad nacional. Como señalaron Scheve y Stasavage, los más acaudalados tienen mejor predisposición a contribuir fiscalmente en épocas de guerra. De ahí que, nada misteriosamente, los sistemas impositivos progresivos se establecieran tras la II Guerra Mundial.
Las políticas de contención del virus darán resultado con un doloroso coste en vidas humanas. Pero, al tiempo, están trayendo consigo una crisis económica y social. Por tanto, el esfuerzo por salvar vidas se debe complementar con ayudas directas a los más vulnerables e impedir que la sociedad caiga en la anomía, que los lazos sociales se quiebren. Derrotar esta pandemia depende de nuestra responsabilidad y solidaridad, pero al tiempo interpela al corazón de nuestro pacto social.
A mi juicio, en este contexto deberíamos dejar dos grandes visiones del siglo pasado en cuarentena. De un lado, la centralidad del trabajo propia del sistema de bienestar continental. Esta idea parte de que el derecho a la prestación depende de tu cotización al sistema, es decir, la justicia social se liga a la contribución mediante el empleo. Del otro lado, la idea de la responsabilidad individual y el papel incuestionado del mercado. En una crisis uno puede perder su trabajo o su dinero fruto de las malas decisiones particulares, luego lo importante es que los mercados funcionen eficientemente.
Ahora bien, la crisis del coronavirus interpela al corazón de ambos argumentos pues ¿qué hay más conectado al bienestar que la vida misma? ¿Existe alguna manera justa o injusta, merecida o inmerecida, de enfermar de este virus? ¿Qué hay más eficaz para luchar contra una pandemia que la sanidad universal? Y si de esta se desprenden implicaciones económicas ¿Por qué esta universalidad no es extensible al conjunto de nuestro sistema social?
En modo alguno se puede pensar que alguien, individualmente, sea responsable de perder su negocio o su empleo por esta crisis. Y, además ¿quién dice que esta no sea la nueva normalidad? ¿Acaso no podría ocurrirnos de nuevo? Todavía no sabemos cómo de diferentes seremos tras el coronavirus. Ahora bien, si nos creemos que estamos en guerra, actuemos como tal. Solo si pedimos un esfuerzo fiscal a quien puede hacerlo y si apostamos por prestaciones universales e incondicionales generosas podremos edificar una red que no se deje a nadie atrás.
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