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Columna
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El Estado mexicano que no existe

El Estado prácticamente no existe en México; no tiene recursos, ahorros, ni vasos comunicantes con la mayoría de la población. La Covid-19 desnudará la necesidad más básica de construir un Estado

Viri Ríos
Dos mujeres con mascarillas, este martes en Ciudad de México.
Dos mujeres con mascarillas, este martes en Ciudad de México.GTRES

El mexicano promedio piensa que el Estado podría atender las necesidades sanitarias y económicas que surjan por la Covid-19 si tan solo dejara de gastar en programas sociales -o en la construcción de la infame refinería Dos Bocas-. El presidente de México al parecer también piensa que tenemos suficiente dinero porque se tienen fondos, declaró el día de ayer, por hasta 400.000 millones de pesos.

Ambas visiones están alejadas de la realidad. El Estado mexicano prácticamente no existe y nos haría bien darnos cuenta pues, en caso de que se presente una emergencia en salud, la comunidad internacional deberá estar preparada para solidarizarse. Mucho países no tienen recursos para dar batalla a la Covid-19 y necesitarán ayuda, no solo préstamos.

México no tiene dinero. El presupuesto total del Estado mexicano es de solo 6 billones de pesos, o de 23 puntos del PIB. Este nivel de gasto es propio de países de África Subsahariana, no de un miembro de la OCDE como es México. En promedio, en Latinoamérica los presupuestos de los Estados son 22% más grandes. México tiene, en cambio, un Estado menor que el de El Salvador, Kenya y Zimbabwe. España, para ponerlo en perspectiva, tiene un Estado 78% mayor que el mexicano.

Es por ello que, aún bajo el supuesto de que se cancelara la construcción de la refinería de Dos Bocas, el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya, el gasto en salud apenas podría aumentar en aproximadamente 135.000 millones de pesos. Es decir, aún con ese dinero México tendría un sistema de salud similar al promedio de los países del Caribe o al de Estados como Jamaica y la República Dominicana. En comparación, los Estados latinoamericanos de ingreso similar al de México tienen un gasto promedio que es 56% superior.

México tampoco tiene suficiente dinero ahorrado. Los 400.000 millones de pesos que López Obrador dice tener son parte fondos de estabilización presupuestaria que no serán suficientes pues, de acuerdo a los estimados de riesgo de la misma Secretaría de Hacienda, si la economía mexicana se contrae al -4% y el tipo de cambio continúa arriba de 24 pesos por dólar, se necesitará usar dos terceras partes de esos fondos tan solo para mantener el mismo nivel de gasto en México.

Aún si México tuviera el dinero, el Estado carece de vasos comunicantes con un gran porcentaje de la población. El 32% de la población no tiene una cuenta bancaria, el 22% de la economía es informal y el 56% de los trabajadores son informales. Incluso los programas sociales se estima que llegan a 20 millones de personas, en un país donde hay 54 millones de pobres.

Realmente, lo que sorprende no es la inexistencia del Estado mexicano, sino que esta sea tan sigilosa y desconocida. Hay dos razones detrás de ello.

La primera es la propaganda posrevolucionaria. El mito fundacional del México contemporáneo es que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) -partido hegemónico que dominó la arena política por más de 70 años- pacificó al México revolucionario debido a su capacidad para desarrollar múltiples vasos comunicantes con distintos bloques sociales. Cada bloque fue convertido en un grupo corporativo y fue cooptado, dice esta interpretación, de forma que el líder del PRI, que era también el presidente de la república, aparentaba tener bajo su control un Estado sólido, eficaz y omnipresente.

Revisiones históricas contemporáneas, como las realizadas por los historiadores Paul Gillingham y Bejamin T. Smith, han hecho trizas esta interpretación. Si bien es cierto que el PRI logró cooptar a importantes fragmentos de la clase media urbana y de las clases trabajadoras, generalmente los pobres rurales siempre estuvieron marginados y el Gobierno no tenía capital político para recaudar impuestos. Así, frecuentemente incapaz de financiar aspectos básicos como la intervención militar o la cooptación política, el Estado mexicano era débil -aún cuando se le pensaba retóricamente como una dictadura-.

La segunda razón por la que el Estado mexicano puede ser inexistente en sigilo es porque las clases medias y altas, que poseen el control interpretativo de la realidad política contemporánea, no tienen relación alguna con el Estado. No lo conocen porque no tienen por qué conocerlo.

México es un país donde los servicios básicos están ampliamente segmentados por nivel de ingreso. Las clases media y alta utilizan escuelas, hospitales y hasta vías de comunicación privadas. Viven en vecindarios blindados por bardas o por una gentrificación impenetrable. En México, el Estado es eso que usan los que no tienen y, por tanto, algo que los tomadores de decisiones conocen en estadísticas pero nunca en carne propia.

En estas circunstancias, el Estado mexicano es un cadáver desconocido para toda persona con un nivel adquisitivo suficientemente elevado como para tener posibilidad de resucitarlo. Y la tragedia se esgrime sola. No hay incentivo alguno para invertir en algo que no se conoce y no se usa. El incentivo único es la caridad, o sea contribuir con la construcción del Estado mexicano es un bien de lujo.

Ha habido pocos momentos en la larga inexistencia del Estado mexicano en que su ausencia ha quedado desnuda. La pandemia de la Covid-19 probablemente será una de ellas. México verá en carne propia que los hospitales públicos son insuficientes y que los privados también.

La pregunta es si esto nos hará despertar. Hay quien dice que sí. Que 2020 será como 1985 cuando, cuenta la leyenda, la sociedad civil reaccionó ante un terremoto devastador organizándose para proveer servicios públicos. Ojalá sea así. De hecho, ojalá sea mejor. La sociedad de 1985 obtuvo beneficios pero no creó un Estado. Tocará a 2020 ver el surgimiento de un Estado y para todos.

Viridiana Ríos es analista política y doctora en Gobierno por la Universidad de Harvard.

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