América Latina y la pandemia
El abandono institucional en todo el continente agravará la crisis
En los próximos días y semanas, el coronavirus golpeará con fuerza a América Latina. Los datos y las curvas indican que la pandemia crecerá a ritmos similares a los ya vistos antes en Asia y en Europa. Pero al contrario que en los países industrializados, el continente afronta la crisis en peores condiciones de partida: con un gasto en sanidad sustancialmente inferior, con menos camas y médicos por persona que en aquellos y sin la capacidad de China de movilizar recursos e imponer medidas drásticas de aislamiento a sus ciudadanos. La única ventaja es que el virus llega más tarde. Y que hay lecciones del fracaso (y los éxitos relativos) de otros países que deberían tomarse en cuenta para mitigar, en la medida de lo posible, una hecatombe no sólo sanitaria, sino también económica y social sin precedentes.
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Las respuestas, hasta ahora, han sido disímiles. En un extremo se encuentra Colombia, que está desde hoy y hasta el 13 de abril en cuarentena total, después de que en Bogotá se decretara un simulacro obligatorio de aislamiento que vació las calles de la populosa capital. Los colegios y las universidades llevan ya una semana cerrados. Argentina ha actuado de forma parecida. En México, por el contrario, las autoridades no han tomado todavía ninguna medida de aislamiento obligado hasta este lunes, más allá de adelantar las vacaciones escolares de Pascua, después de que algunas instituciones educativas tomaran ya decisiones —cierre, educación a distancia— por su cuenta y sin esperar directrices. Ambos extremos ilustran la angustia que atenaza a los gobernantes latinoamericanos. Medidas drásticas de aislamiento dejan en la más absoluta precariedad a amplias capas de la población (el 56% del empleo en México está en la informalidad), que viven día a día y a los que la suspensión de la actividad económica priva de todo sustento. La pobreza también mata. Y las autoridades mexicanas, por ejemplo, siguen la evolución de la curva de contagios y las experiencias en otros países para tratar de determinar en qué momento habrán de intervenir —y no antes— para mitigar los estragos de la pandemia sin arrojar a la pobreza extrema a millones de conciudadanos.
Por desgracia, los vaivenes en las declaraciones de su presidente, Andrés Manuel López Obrador, no ayudan a que el conjunto del país asuma la magnitud del desafío. Peor es el caso de Jair Bolsonaro, enzarzado en una pelea política con los gobernadores de São Paulo y Río de Janeiro (entre ambos Estados concentran el 60% de los casos detectados en Brasil), al tiempo que minimiza los riesgos de la pandemia. Y los riesgos son gigantescos. Las declaraciones oficiales —más o menos obligadas— de que se dispone de suficientes recursos para hacer frente al tsunami resultan difíciles de aceptar. Nueva York ha advertido de que en dos o tres semanas se puede quedar sin materiales médicos imprescindibles y los sistemas sanitarios europeos están siendo arrasados por la avalancha de enfermos. Todo indica, desgraciadamente, que algo similar puede suceder en América Latina, desde el Río Grande hasta la Patagonia, si el virus acaba comportándose igual que ha hecho hasta ahora en otras latitudes.
Las ingentes cantidades de dinero que Europa y Estados Unidos han inyectado para paliar las consecuencias económicas de la crisis resultan impensables en la región. La fragilidad de los países latinoamericanos para responder a esta pavorosa crisis, tanto en el terreno sanitario como en el social y el económico, trae cuenta de décadas de abandono de las instituciones; de magros ingresos fiscales; de resistencia de las oligarquías a pagar más impuestos y de la incapacidad colectiva de sus gobernantes para construir un Estado digno de ese nombre. Estado que estos días y semanas sus ciudadanos van a necesitar, probablemente, como nunca antes en su historia.
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