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Columna
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El IBI municipal y la baba cósmica

Ya vemos que resulta muy fácil expandir el odio al vecino, el egoísmo visceral, el sálvese quien pueda. Lo que queda por ver es si somos capaces de emprender el camino opuesto

David Trueba
El presidente del PP, Pablo Casado, en una rueda de prensa en Génova.
 
 DAVID MUDARRA
 12/03/2020
El presidente del PP, Pablo Casado, en una rueda de prensa en Génova. DAVID MUDARRA 12/03/2020 DAVID MUDARRA

Lo más cómico de estos días de angustia ha sido comprobar el vicio que le ha cogido Pablo Casado a comparecer inmediatamente después de las comparecencias de Pedro Sánchez. Sale el presidente y, al minuto, ya está Casado ante un forillo azul para soltar su propio discurso. Como un presidente bis o más bien como esos españoles que le corrigen desde el sofá a Rafa Nadal cada vez que falla un revés. ¿Pero a qué viene esto? El día en que el presidente no acababa de comparecer para dictar el estado de alarma, la espera se prolongó durante ocho horas. Pues ahí estuvo ocho horas Casado, de pie, con calambres, para poder comparecer inmediatamente después. Cuidado porque si coge carrerilla, cuando el Rey haga el discurso de Nochebuena, al terminar saldrá Casado y soltará el suyo. Más le valdría haberse sentado a estudiar si las medidas de privatización y recortes de la sanidad que han sido la bandera de sus Gobiernos en Madrid ofrecen a los ciudadanos garantías suficientes. La Comunidad ha mostrado todas las incapacidades, pero quizá la más evidente es que ni siquiera fue capaz de coordinar un teléfono de información que funcionara. Hubo gente que pasó horas durante días sin que nadie respondiera a la línea de emergencia. Si no eran capaces de añadir telefonistas, era fácil imaginar lo que pasaría con los trabajadores sanitarios en primera línea de riesgo. Ahora nos queda por saber en qué consiste el acuerdo con los hospitales de gestión privada. Miedo da enterarse de la letra pequeña.

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Vamos a salir de esta crisis con nuevas ideas. Esa es la parte más positiva del asunto. La primera es que la responsabilidad individual es fundamental en la organización colectiva. Como se ha visto, el virus, aunque le quieran poner bandera, no responde a nacionalidades. Los más torpes corrieron a enfrentar unas regiones con otras, a apelar al oportunismo de que si a mí algo no me afecta lo que tengo que hacer es cerrarme a cal y canto. Los españoles se devanaron durante unos días en la duda hamletiana de sus dos residencias. ¿Me quedo en la ciudad o me voy al lugar de vacaciones? La respuesta no estaba en sus manos, porque el IBI municipal tiene poco que decir frente a la baba cósmica. Ya vemos que resulta muy fácil expandir el odio al vecino, el egoísmo visceral, el sálvese quien pueda. Lo que queda por ver es si somos capaces de emprender el camino opuesto.

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Para ello hay medidas que son urgentes. La primera es de decencia emocional. No puede ser que haya personas que estén recibiendo la carta de despedido en el momento en que han emprendido una reclusión obligada. Convendría establecer una suspensión de dos meses para que algo así no suceda. Es demasiado doloroso. Cuando la crisis de confinamiento termine, habrá tiempo para sanear las empresas, pero ahora no es el momento. No es la hora de jugar con fuego. Preservar la convivencia tiene que ser el fundamento de las políticas económicas durante la alarma. Es en las situaciones de crisis cuando las desigualdades, que tan poco parecían importar, se convierten en un peligro latente. En lugar de pisarse las comparecencias, lo que esperamos de la clase política es que se rompa la cabeza para dar con fórmulas que garanticen una cuarentena asumible para todos los ciudadanos.

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