El mito que nos pone ante el espejo: ¿se convertiría usted en un criminal si fuese invisible?
Con motivo del estreno de la nueva versión del clásico literario de H.G. Wells, psicólogos nos cuentan por qué nos atrae y nos ha atraído tanto el deseo de la invisibilidad a lo largo del tiempo.
Ha transcurrido casi un siglo desde el estreno de la primera adaptación de El hombre invisible (James Whale, 1933) y ni las limitaciones de sus efectos especiales ni una concepción del terror que hoy muchos considerarían naíf –con villano de opereta y carcajada maligna incluidos– han amenazado su condición de clásico o la han hecho caer en el olvido. Todo lo contrario. A Universal Pictures, de hecho, seguramente le encantaría poder echar mano de alguno de los científicos locos de su imaginario cinematográfico para traer de vuelta al director James Whale, gran arquitecto visual del cosmos de terror clásico del estudio (además de El hombre invisible, suyas son El doctor Frankenstein, El caserón de las sombras o La novia de Frankenstein) que los directivos llevan años tratando de reinventar sin demasiado éxito: el último intento, La momia (2017), con Tom Cruise al frente, fue un fracaso que mandó al traste los planes del estudio de crear un universo conjunto de películas al estilo de Marvel.
"En la cultura occidental estamos saturados de estímulos visuales y dejamos de lado el escucharnos, que es un aspecto vital e importantísimo para el desarrollo del ser humano. Es importante poderse sentir escuchado más que mirado”
Miguel Marino, psicólogo del Centro Ínsula de Madrid
Ahora, en su lugar, la corporación ha decidido apostar por crear una serie de remakes que, en principio, no estarán conectados. La primera película tras el cambio de rumbo es la nueva versión de El hombre invisible, una actualización del clásico de Whale y la novela de H.G. Wells publicado en 1897. A los mandos se encuentra el director australiano Leigh Whannell –una de las mentes tras las sagas de Saw e Insidious–, junto al actual rey Midas del género, el productor Jason Blum (que, a través de su estudio Blumhouse Entertainment, ha alumbrado películas como la oscarizada Déjame salir y ha propiciado el renacer comercial de M. Night Shyamalan).
Pero no se trata de una adaptación de la misma historia. En esta ocasión, el científico malvado no es un hombre enfermo de ambición y poder que aspire a usar su nueva condición para dominar el mundo, sino un maltratador separado. Y se mueve al espectador a reflexionar sobre la propia noción de invisibilidad: es lícito dudar de quién es más ignorado, ¿el monstruo del título o la mujer víctima de violencia a la que todos toman por loca?
La fantasía de Wells ha tenido muchas más encarnaciones en el cine. Otra de las más populares, El hombre sin sombra (Paul Verhoeven, 2000), ya jugaba incluso con la idea del científico que usa su poder para atormentar y dominar a su anterior pareja, además de para espiar, torturar, violar y matar. Más allá de como arquetipo prometeico, el hombre invisible, en sus encarnaciones más exitosas, ha perdurado en el tiempo con unas características muy vinculadas a las pulsiones más negativas de los seres humanos. Tal vez, precisamente, la fuente del interés del público en su figura.
El psicólogo de adicciones Ildefonso Gómez-Uribarri, consultado por ICON, considera que el deseo de ser invisible, en su aspecto más clínico, “se suele encontrar más asociado a casos de ansiedad social grave, a personas que tienen un malestar muy intenso en un contexto público o que han sufrido acoso o abuso”. Si bien ve una relación con la fantasía de poder descrita tanto en literatura como en cine: “Se puede concebir como una liberación, la persona se ve excluida de las normas sociales y puede hacer lo que quiera. Esa fantasía se ve en adolescentes, que no tienen por qué experimentar una ansiedad social tan dañina. Es en esa etapa de la vida donde aceptamos y asimilamos las barreras, y de esa frustración de no poder hacer lo que queremos aparece la fantasía”.
“Se puede concebir como una liberación, la persona se ve excluida de las normas sociales y puede hacer lo que quiera. Esa fantasía se ve en adolescentes, que no tienen por qué experimentar una ansiedad social tan dañina"
Ildefonso Gómez-Uribarri, psicólogo de adicciones
A pesar de que, en el comienzo de El hombre sin sombra, el doctor que consigue volverse invisible (interpretado por Kevin Bacon) es presentado como un voyeur que se frustra cuando su vecina baja la persiana, Gómez-Uribarri descarta que el deseo de la invisibilidad se pueda conectar directamente a esta parafilia: “A primera vista puede parecer que sí, pero en los casos que se han estudiado la fantasía de la invisibilidad suele ser imperfecta, los sujetos no están seguros de si están siendo observados o no. A veces se imaginan como una sombra, o como una nube, algo a lo que la víctima puede devolver la mirada en un momento dado”. Es decir, el miedo a ser descubierto es parte de la excitación del mirón.
El psicólogo, que destaca la amplia presencia de la figura del hombre invisible en la cultura popular contemporánea, no cree que los temas desarrollados en estas historias sean banales o superficiales, y remite a La República de Platón para ilustrar cómo incluso la filosofía clásica los ha tratado. El pensador griego, en el segundo libro de su obra, mencionaba el mito del Anillo de Giges, la historia de un pastor que encuentra un anillo de invisibilidad y lo usa para hacerse con el reino de Lidia. Platón lo introduce como un diálogo entre su hermano Glaucón, Sócrates y él mismo, donde el primero defiende que Giges obró egoístamente porque las personas son justas solo por miedo a la ley, pero injustas por naturaleza. Sócrates, sin embargo, argumenta lo contrario: que quienes obran mal se acaban avergonzando de sí mismos.
Otra clave para dialogar con la idea de la invisibilidad está en la historia del propio director de la película original, James Whale. El cineasta británico era homosexual, en una época donde todavía se percibía como un estigma; si bien no ocultaba públicamente su orientación y se dejaba ver con frecuencia en eventos junto a su pareja, el productor David Lewis, con quien además vivió. En una escena de la película Dioses y monstruos (1998), sobre los últimos días de James Whale, el personaje del director declaraba a un periodista: “En Hollywood a nadie le importaba un comino con quien te acostaras, siempre y cuando no saliera en la prensa”.
Aunque el director y guionista Bill Condon elige al monstruo de Frankenstein como metáfora de la soledad de ese Whale mayor y enfermo que retrata en la película, el psicólogo Gómez-Uribarri también ve “plausible” conectar su condición, dentro una sociedad como la estadounidense de los años treinta, con El hombre invisible: “Es posible, fuese consciente o inconsciente. Si suponemos que la mayoría de cosas que hacemos están motivadas por nuestras experiencias vitales, realmente lo difícil sería que no tuviera relación”.
La nueva película de El hombre invisible llega en el momento histórico en el que, sin lugar a dudas, menos invisible es todo el mundo. Nunca la vida personal ha estado tan expuesta como tras la llegada de internet y la explosión de las redes sociales
La nueva película de El hombre invisible llega en el momento histórico en el que, sin lugar a dudas, menos invisible es todo el mundo. Nunca la vida personal ha estado tan expuesta como tras la llegada de internet y la explosión de las redes sociales. Miguel Marino, psicólogo del Centro Ínsula de Madrid, en declaraciones a ICON, cree que esta coyuntura puede derivar en una mayor fascinación por la fantasía de la invisibilidad: “Esta cultura de la sobreexposición produce una situación contraria en algunas personas, que les puede llevar a inhibirse y situarse en el polo contrario, justo en el deseo de ser invisibles”. Alfonso Gómez-Uribarri, en cambio, opina que internet ha dado a muchas personas la posibilidad “de crearse un personaje nuevo”, un álter ego. “Los chavales no intentan ser invisibles, lo que buscan es satisfacer sus fines. Pero tiene que ver con la fantasía, en tanto que usan la herramienta para hacer cosas que no se les permiten”.
En este sentido, los dos psicólogos concuerdan en que una evolución del hombre invisible puede ser el troll que se oculta tras el anonimato para hacer daño. Para Gómez-Uribarri, “el troll bebe directamente del deseo de ser invisible en el plano más infantil, del que quiere darle una colleja a otro sin que se entere. Es una figura que está causando muchos trastorno, el ciberacoso da lugar a situaciones de aislamiento que pueden dejar graves secuelas, y lo peor es que crece más y más”. “Es una cierta realización de la fantasía de la invisibilidad, motivada por el simple objetivo de hacer daño”, coincide Marino.
En las historias de hombres invisibles, por paradójico que resulte, nunca hay un deseo puro de pasar desapercibido o ser imperceptible, al contrario que en los casos reales de personas que fantasean con ello por, según explica Marino, “miedos e inseguridades”. Para el profesional, al final puede no tratarse tanto de una cuestión que ataña al sentido de la vista, sino al del oído: “Es muy importante entender el contexto cultural en el que nos movemos. En la cultura occidental estamos saturados de estímulos visuales y dejamos de lado el escucharnos, que es un aspecto vital e importantísimo para el desarrollo del ser humano. Es importante poderse sentir escuchado más que mirado”.
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