Poco baile en la intermitente noche de Saint Louis
La oferta de ocio para la madrugada ha decaído en los últimos años por la poca capacidad adquisitiva de los vecinos o el menguante circuito de bares
Quizás nunca fue La Habana de mediados de siglo XX. Saint Louis tiene una amplia leyenda de jazz, pero por sus calles no corrían solos de saxofón ni se improvisaba al calor de una vela. La que fue capital del África Occidental y acogió a fortunas francesas en sus casas coloniales arropaba las noches con conciertos de público entregado, bailes en salas abarrotadas o plegarias a la tierra por medio del taconeo y la percusión. Hoy, a pesar de que se mantengan algunas citas en honor a la música, el ambiente lúdico ha languidecido hasta casi la atonía. Quedan bares donde echar un trago y contonearse hasta tarde, qué duda cabe. Sin embargo, la merma de capacidad adquisitiva de los vecinos y la poca rentabilidad para los empresarios han dejado una lista de cadáveres en el recuerdo colectivo y una ciudad sin latido nocturno.
Frente a las vibrantes madrugadas de Dakar, con un circuito asentado y madrugadas interminables, Saint Louis se arrastra a lomos del turismo extranjero y de alguna actuación puntual que atraiga clientes. Algunos jóvenes y, sobre todo, personas con mayor bagaje experimental, aún murmullan nombres de farras recientes: La Papaye, el Dosso, el Casino… Todos cerrados hace meses por la paulatina falta de actividad.
Uno de los responsables de aquellos espacios es Jay Hernández, gerente de Siki Hotel e impulsor del festival Metissons, que tuvo lugar el pasado mes de noviembre. “No hay dinero”, resume, “la gente está pelada”. No se anda con rodeos: el poco nivel económico de sus 400.000 habitantes es lo que afecta directamente al ocio de cualquier tipo. También lo hace seguir los prefectos de la religión musulmana, mayoritaria en Senegal (en torno a un 94%), que prohíbe el consumo de alcohol. O la estabilización del turismo, que de 1996 a 2004 provocó que se duplicaran los alojamientos, pero que ahora crece renqueante y con menos gasto por persona (al año, el número de visitantes ha crecido hasta los 1,35 millones en todo Senegal, pero el gasto ha pasado de unos 540 euros a 360 por viaje, según datos estatales).
Ahora los jóvenes estudiantes se quedan en el recinto de la universidad o incluso permanecen en las aceras solo mirando el móvil
“El problema es que en Saint Louis hubo una crisis en 2009-2010 y la gente se quedó sin dinero para gastar. Hubo un momento en que solo salían los touba (extranjeros)”, explica Marcel Farag, empresario senegalés, de 33 años, de ascendencia libanesa y caboverdiana. “El turismo es muy caprichoso, generalmente se da en las estaciones menos calurosas, y para los de aquí, la entrada a una discoteca a veces les costaba lo mismo que un mes de habitación”, analiza Farag. Antes, rememora, los estudiantes solían darle chispa a la noche, aunque fuera paseando por el río, tomando algo o disfrutando de música en la calle o un local. Ahora se tiende más a reposar en el recinto de la universidad o incluso a permanecer en las aceras mirando el móvil. Según dice, “todo ha cambiado mucho”. “Hablan por WhatsApp y escuchan música con los cascos. No salen. Y en cierto momento se plantean irse, así que Saint Louis pierde una franja de edad importante”, lamenta.
Diouf Mamadou es un ejemplo de estas reflexiones. Proviene de Tukar, un pueblo del centro de Senegal, a la altura de la capital. Tiene 25 años y lleva cinco en Saint Louis. Cursa la rama de lingüista de filología española y apenas sale del campus. “Mis compañeros y yo solemos pasar aquí los días. Estudiamos, hablamos en los jardines o vamos a la cantina”, comenta mientras se sirve un maffé (plato típico de arroz con salsa de cacahuete) en el comedor general de las facultades, incluido en la cuota mensual de la residencia. Diouf hace cálculos de lo que paga por la cama y manutención y lo que necesitaría para trasladarse a los sitios donde hay bares: no le salen las cuentas. Para casi todos los alumnos, una noche de juerga es un capricho inalcanzable. Incluso una tarde de café y charla en otro lugar que no sea un puesto callejero.
“Hay ambiente. No es como Dakar, pero algo hay”, afirma lacónico Omar, propietario de Ndar Ndar, una tienda de café y música situada en una de las principales calles de la isla, zona turística y central de Saint Louis. En el rato en que expone su versión (relativamente optimista) de la noche, el local está vacío. Los precios de su carta no son aptos para los bolsillos nacionales. Y este treintañero que empeña temporadas largas en París cree que no todo está perdido: “Las ciudades evolucionan y eso ha pasado en Saint Louis”, concede.
Nada que ver con lo que opina un empresario francés que prefiere no dar su nombre. Es el dueño de una de las discotecas más luminosas del malecón. Lleva siete años intentando sacarla a flote, “y no sale”. “Me asenté aquí y decidí montarla porque veía que esto evolucionaba”, indica, “pero se ha quedado estancado”. A su garito solo acuden algunas parejas, que se hacen un hueco romántico entre neones y sillones vacíos. “Los jóvenes se marchan y los extranjeros no salen de fiesta”, sentencia mientras termina de levantar la cortina metálica. En sus últimos lamentos, este varón de mediana edad alude al “acoso” de la policía. “Cada vez ponen más trabas: el volumen, la hora de cierre. Nos están asfixiando”, zanja, sin querer darle más vueltas al asunto y estirar el cabreo.
Para encontrar un plan que aguante hay que quedarse en la isla
Señala este anónimo protagonista de la noche de Saint Louis que aún se salvan un par de sitios al otro lado de la ciudad, en el barrio de Balacoss. Son el Taf Taf y el Galaxy. Del último se oyen anécdotas de locura colectiva causada por el estado etílico de la parroquia. Sin embargo, son contados los días en que ocurren estos disparates: se reducen a algún fin de semana concreto. El resto del tiempo, lo más animado de la zona es La Source, un restaurante cuyo plato principal es el facóquero y donde sirven cervezas frías en medio de un jardín plagado de mosquitos. La atmósfera solo se anima con un televisor donde ver partidos de fútbol o sesiones de oración.
Para encontrar un plan que aguante hay que volver a la isla. En la misma calle se concentran el Embuscade, un escueto habitáculo con suelo de azulejos y un billar donde algunos turistas en tirantes arrancan la noche, y el Iguane Café, con dos agentes de seguridad y una pista que tiembla con los últimos éxitos de reguetón. La entrada es gratuita, pero implica una consumición obligatoria aunque luzca vacío. A medida que avanza la noche, algún cliente ya animado se acerca, pero no termina de despegar. O, al menos, no tiene el tirón de hace unos años, cuando los brindis se alargaban hasta el amanecer, según mascullan los encargados de la puerta. “Ahora va por rachas. Es muy intermitente”, mascullan.
Lo único que parece concurrido es el Flamingo, restaurante y bar con piscina a orillas del río. Sus vistas al puente Faidherbe, que une la isla a la península y se ha convertido en un símbolo de la ciudad, alumbran la terraza. Allí, un par de filas de mesas y un jardín se van llenando poco a poco de asiduos y primerizos. A veces, la escena se completa con una banda tocando en vivo. “Por mi experiencia, puedo decir que no hay mucho movimiento”, afirma Trevisso, un cantante de reggae. “Tocamos en varios bares y se nota que ha bajado el volumen de público”, coincide su compañero Milk. Si no se incluye la música, lo habitual es ver a grupos tomando cerveza y conversando apaciblemente. Las camareras transitan los pasillos por rachas. Mientras, aguantan de pie hasta que los congregados apuren sus bebidas. Bintou, una de ellas, tiene 20 años y lleva pocos meses en el puesto: “En Saint Louis no hay mucho que hacer, pero tampoco hay mucha gente que salga. Lo normal es quedarse en casa. Por eso han cerrado muchos bares”, opina.
Amar y Julio, dos clientes de 48 y 51 años, refuerzan su testimonio: “La noche en Saint Louis se ha paralizado. Hay que mencionar el papel de la policía en todo esto: acosan a los locales de ocio. Estamos muy cabreados”, afirman estos dos conocedores del mundillo. Prefieren no decir sus apellidos porque llevan varios negocios y temen “consecuencias” si los dan. Acompañan sus palabras señalando al Spoutnik o el Vip Mix Club, enfrente del Flamingo. Bajo sus luces de neón solo refulgen taxistas en posición de espera. Amar y Julio lamentan que el espíritu jaranero de esta ciudad haya menguado tanto y solo despunte “un poco” en el festival de jazz, celebrado en mayo. Nada que ver, protestan, con tiempos pasados, cuando Saint Louis no era La Habana, pero se parecía a Dakar.
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