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Tribuna
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Democracia y bienestar

Los Estados con economías avanzadas y mayor capacidad de innovación tienen menos desigualdad

Joan Subirats
Producción de coches en la fábrica de Wolfsburgo (Alemania), de Volkswagen.
Producción de coches en la fábrica de Wolfsburgo (Alemania), de Volkswagen.Gettyimages

En los clásicos balances de final de año, las referencias al escenario político mostraban una evidente sensación de desasosiego e insatisfacción. Andrés Ortega lo resumía así en EL PAÍS: “Estamos ante un fracaso de la política para atender las necesidades y expectativas de los ciudadanos”. Constatando que si bien nunca se había votado tanto, al mismo tiempo, nunca había habido un nivel de protesta y de insatisfacción tan alto con relación al funcionamiento de la democracia. La democracia es una sucesión de experiencias históricas nada fáciles, ya que, como afirma Nadia Urbinati, “la democracia nació al mismo tiempo que sus adversarios”. Pero, lo cierto es que últimamente han proliferado los ensayos que apuntan a que la crisis actual de la democracia es muy aguda o incluso terminal.

Las razones esgrimidas son diversas. Las más evidentes hacen referencia al cambio de época en el que estamos y que exigen adaptaciones no solo epidérmicas de los parámetros de funcionamiento de las democracias. Por otro lado, proliferan regímenes políticos que alteran los principios considerados esenciales de una democracia. Principios que, según Norberto Bobbio, exigen que los electores tengan alternativas reales entre las que puedan escoger, y, para que ello sea posible, han de estar vigentes los derechos básicos, de expresión, de reunión, de asociación, que permitan que cada individuo pueda determinar de manera autónoma su voluntad. La alteración y vulneración de esos principios es lo que provoca que se hable de conceptos contradictorios —como “democracias iliberales”— para referirse a casos en que se mantiene la apariencia de democracia con una vulneración constante de los derechos antes mencionados.

En ese contexto, sigue presente el clásico interrogante sobre la compatibilidad entre democracia y capitalismo. Son legión los autores que, desde perspectivas distintas, se han mostrado escépticos al respecto. La globalización y financierización económica reforzaron ese escepticismo, al permitir que el anclaje territorial del poder económico fuera menos importante y, por tanto, menos inclinado a la solidaridad redistributiva. No obstante, observamos ahora que la creciente concentración de talento y de capacidad en ciudades y territorios específicos es muy difícilmente reemplazable en un capitalismo tecnológico que no facilita los desplazamientos de la industria fordista buscando reducción de costes laborales y sociales.

En esa misma línea, vemos que los Estados con economías más avanzadas y con mayor capacidad de innovación y de resiliencia son aquellos que menor desigualdad tienen y que más invierten en mejorar la educación, la salud, las capacidades culturales de sus ciudadanos y la sostenibilidad ambiental. Las economías más innovadoras necesitan altos niveles de protección social, ya que las personas que sustentan sus centros neurálgicos están sólidamente enraizados en ciudades y territorios con altos niveles de vida y de habitabilidad, buenos sistemas educativos y culturales y redes sociales densas y creativas. Democracia e innovación están sólidamente relacionadas.

Las aportaciones de Mariana Mazzucato o de Elizabeth Warren apuntan a la necesidad de liderazgo público en los procesos de transformación tecnológica y científica, en las nuevas dimensiones del Green New Deal y la conveniencia de que las estructuras del capital entiendan que deben contribuir necesariamente a la mejora de las condiciones de vida de los que trabajan en sus empresas y centros de negocio. Cocreando valor público, y no solo extrayendo ese valor para unos pocos. Recuperando, en definitiva, una idea tan simple como ahora en declive: cualquiera debe poder vivir de su trabajo. Y ese “vivir” ha de ser lo más digno posible, permitiendo mantener esperanzas de progreso social para cada quien y para sus allegados, sin hipotecar el futuro sobreexplotando los recursos naturales.

Esas son también las conclusiones de Iversen y Soskice en su reciente libro Democracia y prosperidad. Las incertidumbres que tenemos planteadas como sociedad exigen combinar avances tecnológicos, nuevos caminos en ciencia y en inteligencia artificial con un renovado protagonismo de la agencia humana, evitando la sensación de que toda persona acabará siendo sustituible. No se trata solo de mejorar la eficiencia de los algoritmos que ya tenemos, sino de renovar e incrementar sus capacidades, y ello solo será posible desde las aportaciones de complejidad que las personas somos capaces de incorporar, marcando límites, escogiendo escenarios, eludiendo lógicas de eficientismo ciego. Hemos de politizar el gran salto tecnológico y científico, discutiendo costes y beneficios, valorando los equilibrios entre ganadores y perdedores, situando los valores de la convivencia y el progreso social como marcadores finales. Lo que da sentido y dirección al progreso es algo específicamente humano, y no es sustituible por la capacidad de cálculo y de aprendizaje del mundo maquinal. Más educación y cultura, más complejidad en aprendizaje y en experimentación, más igualdad en condiciones de vida y en oportunidades vitales. Más democracia, en definitiva, es lo que necesitamos para seguir manteniendo un mundo en el que podamos vivir y en el que valga la pena hacerlo.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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