La despensa vaciada
Con cada producto que desaparece, con cada productor que abandona el campo, la cocina pierde un sabor y una seña de identidad
La carretera nacional que lleva de Jauja, en la sierra central peruana, a San Ramón, en la selva alta, es sobrecogedora. Empieza escalando hacia las alturas andinas para verse rodeada de las vertientes de unos montes descomunales y estirarse por la puna antes de penetrar ya de bajada en el verdor del bosque amazónico. Como sucede en tantos lugares de la cordillera, las laderas se dibujan con los andenes que distinguen los cultivos tradicionales implantados por la cultura wari y desarrollados siglos después por los incas. La inmensa mayoría están yermos; hace mucho que nadie los cultiva. Los movimientos migratorios hacia las ciudades enmarcan el ritmo del abandono, acentuado en los últimos 50 años. Es la postal que dibuja la huida de la agricultura de supervivencia y de tantas cosas que han sucedido en los Andes peruanos: empezando por la presión del terror en la década del enfrentamiento entre Sendero Luminoso y el Estado y culminando con la búsqueda de formas y medios de vida dignos. Donde los padres cultivaban para comer, intercambiar y sobrevivir con lo mínimo, los hijos buscan horizontes de vida difícilmente alcanzables hoy en el medio agrario peruano. La diversidad y la proverbial riqueza de la producción de las hoyas interandinas, no son más que un espejismo para unas generaciones que ya no se resignan a vivir con lo puesto. Más que una escapada, la suya es una huida impuesta por los bajos precios, las condiciones de vida, la falta de visibilidad y el desinterés del mercado.
Otro tanto ocurre, aunque algunas circunstancias sean diferentes, en Ecuador y Bolivia. En Chile, los pequeños agricultores son desplazados por otra manifestación del terror encarnada en la cruenta batalla por el agua, cuyos vencedores son siempre las pocas familias que la controlan. Los grifos permanecen abiertos para los grandes productores de paltas, papayas o cerezas y apenas gotean inmoralidad y precariedad, casi nunca agua, cuando llega el turno de los agricultores y ganaderos tradicionales. La falta de agua vacía el campo de productos y productores; la cocina chilena pierde cada día una seña de identidad de una despensa local.
En Colombia y Brasil matan uno a uno, día a día, a los líderes agrarios y ambientalistas, lo que extiende la tragedia a los pequeños productores. Cuanto más crecen los monocultivos más se reduce la lista de productos con identidad y más solitario va quedando el campo, y con ello las despensas de una región que presumen de albergar la mayor biodiversidad del planeta. Con cada producto que desaparece, con cada productor que abandona el campo, la cocina pierde un sabor y una seña de identidad. Solo hay vencidos en una guerra en la que todos somos víctimas.
El medio agrario latinoamericano se vacía un poco cada día y con él nuestras despensas. Ya podemos hablar de la despensa vaciada como prolongación del campo vaciado, esa expresión que no gusta a quienes contemplan el medio agrario desde el piso 34 de una torre de acero y cristal. Del otro lado del Atlántico también se habla de la España vaciada, aunque muchos prefieren pensar que está vacía, sin entender la magnitud de la tragedia que encierra la elección de un término que refleja la visión distante y excluyente de quienes lo emplean. Hablan del campo sin saber lo que necesita, sin entender lo que aporta. Referirse a la España vacía implicaría que nunca estuvo ocupada, nos llevaría a la parte yerma del país, la que nunca fue productiva, y eso no es cierto. La palabra vacío aplicada al campo implica un estado permanente, cuando por el contrario hablamos de una condición sobrevenida. Antes estuvo lleno y fue productivo, y hoy muere poco a poco por la inanidad, el abandono y la distancia de los centros de poder, de quienes dirigen sus pasos y toman las decisiones. Da lo mismo España o Latinoamérica: son el campo y las despensas vaciadas. Hay que cambiar el rumbo de la mirada. Necesitamos -el mundo, la cocina y la vida- esos productos que se pierden, los cultivos ignorados, las aves que no quieren dejar criar y las nuevas generaciones que deben encargarse de cultivar unos y criar los otros. Hay que volver a llenar el campo.
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