Seguimos sin escuchar
Tras el tiroteo en Torreón, Coahuila, al norte de México, una cosa es aterrarse y otra muy distinta comprender
El pasado viernes, un adolescente de apenas once años mató a su maestra y dejó heridos a otro profesor y a cinco de sus compañeros en un colegio secundario de Torreón, Coahuila. Esta nota podría pasar de noche un país en donde cada día se cometen crímenes espeluznantes (sin ir más lejos: el 4 de noviembre pasado, la familia LeBarón fue atacada en los límites de Sonora y Chihuahua y mujeres y niños fueron asesinados de formas terribles). Pero lo que sucedió en Torreón parece haber derretido el hielo o ablandado la coraza que solemos llevar encima los mexicanos para no colapsar bajo el peso de la sangre derramada. Este país, que vive entre tanto horror que a veces prefiere olvidarse de que lo hace, volvió a aterrarse.
Pero una cosa es aterrarse y otra muy distinta comprender. Esta tragedia, al contrario que otras, no puede ser relacionada con las actividades del crimen organizado ni despacharse con el tradicional recurso de decir “en algo malo andarían”, con que políticos de todos los colores suelen desdeñar a las víctimas. No. El atacante, según los testimonios recabados por los medios, era un muchacho sereno, un buen alumno que no padecía, hasta donde se sabe, las carencias que suelen encontrarse en el pasado de otros jóvenes que toman las armas en este país. Sí: es verdad que los testimonios indican que el chico atravesaba una situación familiar compleja, pero eso mismo puede decirse de millones de mexicanos más (este es un país de hogares rotos por abandono, violencia, migración o pobreza…) que no matan a nadie. No parece un motivo suficiente para explicarnos por qué un chamaco de once años es capaz de conseguir no una, sino dos armas, una de ellas de alto calibre, y acudir con ellas al colegio para abrir fuego contra su propia comunidad.
La tentación de aventurar hipótesis es, desde luego, enorme. Y las redes lo facilitan. Ya oímos toda clase de sesudas teorías lanzadas por personas que no conocieron al criminal ni a sus víctimas, ni saben a ciencia cierta lo que sucedió, pero tienen muchas ganas de ponernos a leer sus ideas sobre depresión, salud mental, bullying, soledad adolescente, etcétera. Y, claro, también nos arrojaron encima toneladas de sociología pop, pues, de esa que quiere encontrar claridades en etiquetas tan guangas como millennials, boomers, Generación X o Z… Etiquetas que, fuera del reino de los memes, hacen agua por todas partes.
Pero hay explicaciones peores. Como la que aventuró el gobernador de Coahuila, Miguel Riquelme, para quien el atacante estuvo influenciado por un videojuego llamado Natural selection (cuya última versión, por cierto, apareció en el mercado en 2012, cuando el agresor era un bebé)… Aunque las redes y la prensa advirtieron las similitudes entre las ropas que se puso el adolescente en el baño del colegio, antes de comenzar a disparar, y las de uno de los archifamosos criminales escolares de Columbine en Estados Unidos, en 1999, el gobernador no se corrigió. Total: para una parte importante de quienes lo escuchan, la culpa de la violencia no es de la impunidad, del fácil acceso a armas, de nuestra realidad sanguinaria de cada día, sino de videojuegos, canciones, películas o cualquier estímulo del que se pueda echar mano.
Tras la masacre en Columbine, le preguntaron al rockero Marilyn Manson, cuya música era señalada por los medios como “influencia” de los responsables, qué les habría dicho a aquellos adolescentes hiperviolentos. Él respondió: “No les hubiera dicho nada; los habría escuchado, que es lo que nadie hizo”. Veintiún años después, queda claro, seguimos trepados en nuestras certezas absurdas y, peor aún, seguimos sin escuchar.
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