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Combat rock
Columna
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Un cohetero en cada hijo te dio

Tan arraigados y “tradicionales” como el amor a los cohetes son el machismo o la violencia

Antonio Ortuño
Fuegos artificiales en un partido de fútbol.
Fuegos artificiales en un partido de fútbol.Raúl Martínez (EFE)

Si algo puede decirse de los mexicanos es que nos fascina la pólvora. Y mucho. Quizá no a todos, claro, pero al menos a los suficientes como para explicar las cantidades descomunales de disparos que se hacen en este país (aquí se le tira al enemigo, al inocente, al que va pasando, a los perros y gatos, a las latas, a los letreros de las calles y hasta al aire, porque hasta la alegría, cómo no, se expresa con una buena descarga de plomo). Por eso tenemos las cifras de homicidios por arma de fuego que tenemos.

 Pero nuestro amor a la pólvora también se manifiesta bajo formas, en teoría, más festivas. A la luz de la evidencia es posible sostener que, llegadas ciertas fechas, a los mexicanos se nos enciende la sangre, las manos nos pican y se nos activa en el cuerpo la necesidad vital salir a tronar cohetones, petardos, palomitas, garbanzos o lo primero que nos vendan. Esas fechas bien pueden ser las que actualmente transitamos, es decir, las Navidades y el fin de año. Sin embargo, entre nosotros sobran los entusiastas que extienden su adicción a celebraciones menos generalizadas y fechas con menor consenso social. Y en este país no hay parroquia sin fiesta ni santo sin artillería, así que las noches mexicanas, lo mismo en pequeñas localidades que en megalópolis, suelen consistir en un rosario de estallidos de todo tipo: secos, chisporroteantes, lejanos, cercanísimos. Y la gente tendida en sus camas despierta y se pregunta: “¿Serán balazos, lanzagranadas, los quince años de la menor de las hija de Lupita, la de la vuelta, o nomás los cohetones de San Sulpicio?”.

 Aquí nadie se arredra ante la evidencia de que el manejo de pólvora es un peligro innegable y no cosa de juego, como suele darse por sentado. Las conflagraciones gigantescas que han volado mercados enteros dedicados a la venta de pirotecnia (con profusión de víctimas mortales, entre las que abundan los niños) escandalizan a unos pocos y solo durante unos días, como si se trataran de un mero trámite. Las noticias interminables de incendios, accidentes y quemaduras a causa de los fuegos de artificio, los reportes de gente que pierde ojos o dedos o a la que se les chamusca la casa ya no nos conmueven. Padres, tíos, abuelos orgullosos, enseñan a sus chamacos que la relación entre el mexicano y su entorno se cifra en un punto básico: hacer tronar algo a la menor oportunidad.

 En los años recientes, mucha gente realiza y apoya campañas de concienciación en las redes. Nos piden a los paisanos, con tonos que van de la súplica al insulto, que evitemos los explosivos. La razón que han esgrimido es el hecho incontrovertible de que miles de animales de compañía se aterran y hasta enloquecen de miedo con los estallidos. Probablemente todos hemos visto esos memes en los que un perro con cara de mártir aparece tras un cartel en que el ruega que lo dejen tranquilo. En fechas más cercanas se han generalizado otros mensajes que piden lo mismo, pero agregan el hecho de que los niños que padecen autismo también sufren con los tronidos y la irrupción indeseada que suponen en su espacio personal.

 La paz mental y física de niños y animales son causas a las que difícilmente se podría refutar mediante la razón. Quizá por eso (y porque no hay guiso más sabroso en las redes que la condescendencia) la defensa que se hace del uso masivo y desaforado de la pirotecnia invoca un recurso de justificación desesperado: su condición tradicional y popular. “Ahora ya quieren quitarle al pueblo hasta sus diversiones de siglos”, es lo que, más o menos, se arguye, como si quejarse de los balazos y estallidos que uno no quiere ni pidió (y que otros le imponen) fuera una forma de discriminación o, peor aún, de opresión. Pero este, como se ve, es un argumento pésimo: tan arraigados y “tradicionales” como el amor a los cohetes son el machismo o la violencia y nadie (que no sea un orate) puede sostener que resulten deseables.

 Y que no nos vengan con que en Japón o Alemania también existe pirotecnia y nadie se queja. Porque allá hay leyes y reglamentos de seguridad y convivencia que se aplican a rajatabla. Mientras tanto, acá se considera que obedecer las leyes viola nuestro derecho a mantener la más preciada tradición mexicana. Que es, desde luego, la de pisotear los derechos de los demás.

 

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