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maneras de vivir
Columna
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Palabras venenosas

Rosa Montero

Hoy reivindico la palabra que lucha contra la que envenena. No hay que dejar ni una sola mentira sin rebatir

LO PRIMERO fue la palabra, ya lo dijo la Biblia. Las palabras nos definen como humanos y nos diferencian de los demás animales. Y no sólo la palabra, sino la narración, como explica Noah Harari en su celebérrimo ensayo Sapiens: lo que nos ha convertido en Homo sapiens es nuestra capacidad para inventar y transmitir historias. El caso es, en fin, que las palabras pesan; dejan huellas y, a veces, heridas. Porque pueden estar cargadas de plomo y ser capaces de matar.

Digo todo esto preocupada no sólo por el griterío creciente de la vida pública, sino por el contenido de esos gritos. Yo diría que se ha roto una línea de consenso mínimo que antes poseíamos y que estaba basada en la sensatez más elemental. Ahora es como si hubiéramos retrocedido décadas de civilidad para lanzarnos al monte de las mentiras fanáticas. No me sorprendería demasiado que un buen día apareciera un terraplanista entre nuestros políticos (ya hay negacionistas del cambio climático).

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Uno de mis héroes, verdadero santo laico de mi vida, es el filólogo alemán Victor Klemperer (1881-1960), uno de los poquísimos judíos que consiguió salvar la vida dentro de la Alemania nazi. Lo logró porque estaba casado con una valiente mujer aria que, al contrario que la inmensa mayoría de los cónyuges de matrimonios mixtos, no repudió a su pareja y le acompañó en el tormento y el horror. Y después, cuando a finales de la guerra los nazis decidieron exterminar a todos los judíos sin excepción, ambos escaparon durante un bombardeo y, aunque eran viejos y estaban muy debilitados por el hambre y el maltrato, consiguieron mantenerse vivos durante meses en una huida épica. Pero no es por eso por lo que le admiro, sino porque en 1947 Klemperer publicó un ensayo que había estado escribiendo mentalmente (los judíos tenían prohibido comprar útiles de escritura, libros, periódicos), LTI. La lengua del Tercer Reich, uno de los textos más maravillosos que he leído jamás, mezcla de memorias y de colosal intento intelectual de entender cómo había podido instalarse el infierno en el mundo tan fácilmente. Que apenas dos años después de su terrible sufrimiento fuera capaz de escribir un texto tan grandioso, carente de espíritu de venganza y lleno de empatía por los seres vivos, me parece el mayor fracaso del nazismo.

En el libro, Klemperer explica cómo las palabras mentirosas de los totalitarismos envenenan las mentes. Denuncia “la hipocresía afectiva del nazismo, el pecado mortal de la mentira consciente empeñada en trasladar al ámbito de los sentimientos las cosas subordinadas a la razón (…) y arrastrar esas cosas por el fango de la obnubilación sentimental”. Es una lúcida definición de los desaforados populismos que medran por el mundo: la trampa consiste en embadurnar las ideas con el engrudo de las emociones baratas, hasta convertirlas en una masa informe incapaz de ser procesada mentalmente. Ese sucio chapoteo sentimental está tanto en los patrioterismos de Casado y Abascal como en los de Puigdemont y Torra. Está en Trump y en Maduro (¿qué decir del Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo creado por el actual Gobierno venezolano?), y está en toda la mala gente que quiere sacar provecho de sus engaños.

Son palabras mentirosas que pueden parecer ridícu­las, pero que terminan matando. Este año ha habido un repunte de asesinatos machistas: 55 víctimas. Desde 2004, que es cuando se promulgó la Ley contra la Violencia de Género, hasta 2018, las muertes de mujeres a manos de sus parejas o exparejas han ido descendiendo: de 72 en 2004 a 47 en 2018. Debo decir que tengo algunos reparos contra esa ley y que el descenso no ha sido progresivo, sino con grandes altibajos, pero aun así la tendencia reductora parece clara. Pues bien, me temo que en este repunte haya influido el negacionismo voxiano, las mentiras que han difundido sobre el tema, el desarme moral. Yo antes detestaba mi vehemencia, que me impelía a enzarzarme en discusiones con desconocidos incluso durante un breve trayecto de ascensor. Pues bien, hoy reivindico la palabra que lucha contra la que envenena. No hay que dejar a estos energúmenos ni una sola mentira sin rebatir, aunque sea durante una corta espera en un semáforo.

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