Daniel Ortega, solo
Mientras los espacios democráticos en Nicaragua no se restablezcan, la crisis política no tendrá solución
“Más de la mitad de los presos eran sandinistas”, me dijo Benjamín Siles quien siendo antisandinista de toda la vida estuvo como preso político de Daniel Ortega durante siete meses, por apoyar desde su pequeña localidad en el centro de Nicaragua la insurrección popular que dio origen a la crisis que empezó en 2018.
Desde una perspectiva más académica, el politólogo José Luis Rocha destaca en su libro, Autoconvocados y conectados, que trata sobre la participación de la juventud en esa insurrección, que el primer rasgo en el perfil de los “jóvenes más visibles en la revuelta son sus raíces o incluso su militancia sandinista”. Si algo ha quedado claro entonces en estos casi dos años de crisis, es el aislamiento internacional del régimen de Ortega, pero también nacional, al extremo que se ha acuñado el término “orteguista”, para diferenciarlo del sandinismo.
Muchos en España y en países latinoamericanos recuerdan y entonan los versos del Cristo de Palacagüina, de Carlos Mejía Godoy. Exiliado en Costa Rica, el cantautor compone y canta al pueblo nicaragüense que llenaría, si no hubiese represión armada, calles y plazas para reclamar democracia. Y el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal, con la misma barba y melena blanca, cotona campesina, boina guevarista, y que a sus 94 años enlaza la épica revolucionaria con la épica democrática, escribió al expresidente de Uruguay, José Mujica, diciéndole que “Ortega y Murillo, no pueden seguir encontrando legitimidad en los movimientos de izquierda a los que con sus actos sin escrúpulos han traicionado”.
Sergio Ramírez, también de la épica revolucionaria, al recibir el Premio Cervantes en abril de 2018, cuando recién había estallado la crisis, inició su discurso diciendo: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando, sin más armas que sus ideales, porque Nicaragua vuelva a ser República”. Y la reconocida escritora Gioconda Belli, otra sandinista histórica, escribió un desgarrador poema, La verdad encarcelada, sobre las decenas de presas políticas en las cárceles de Ortega.
El general en retiro Humberto Ortega, fundador del Ejército, y miembro de la antigua Dirección Nacional del FSLN, y al otro lado de Benjamín Siles, publicó un manifiesto demandando libertad para los presos políticos, con lo que también ilustra la vastedad de la oposición a Ortega. Una oposición diversa, de diferentes procedencias políticas, clases sociales y edades, pero unida en la demanda democrática.
En los orígenes fundamentales de la crisis que enfrenta el régimen de Ortega, está el cierre de espacios democráticos, que alcanzó su punto culminante en la exclusión total de la oposición en las elecciones de 2016. Amaya Coppens, joven belga-nicaragüense que ha participado en las protestas, y que en su última edición de 2019 EL PAÍS reconoció como la más destacada de caras inesperadas que poblaron un año de turbulencias en América Latina, declaró recientemente: “Sí había inconformidad. Se sentía incluso en las votaciones que algo no andaba bien y que eso no era lo que queríamos. Incluso sabíamos quiénes iban a ganar antes de que dieran los resultados”.
Mientras los espacios democráticos no se restablezcan, la crisis política no tendrá solución. La oposición se ha organizado y está presionando por reformas electorales a través de dos organizaciones fundamentales: la Alianza Cívica y la Unidad Azul y Blanco, que se proponen crear una gran coalición opositora. Y la voluntad, más allá de las diferencias ideológicas, es de unidad.
Al inaugurarse el año legislativo, el orteguista presidente de la Asamblea Nacional, Gustavo Porras, anunció en su discurso que se iniciarían reformas electorales. No parece sino que esas reformas anunciadas serán cosméticas, para que todo siga igual. Al contrario, lo que se necesita son unas elecciones de verdad, justas y libres, sin lo cual el aislamiento nacional e internacional de Ortega seguirá creciendo, y la crisis del país no se resolverá.
En su soledad, a Ortega le debe resonar la sentencia del obispo católico de Matagalpa, Rolando Alvarez, quien ha dicho que el pueblo, unido en su diversidad, “al perder el miedo…Empezó el cambio”.
Edmundo Jarquín fue embajador en España y México en los años ochenta y candidato a la vicepresidencia en 2010.
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