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Columna
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Siembras de odio en Venezuela y Bolivia

Algún tipo de alianza habrá de forjarse en América Latina contra la siembra de división y encono

Juan Jesús Aznárez
El expresidente de Bolivia, Evo Morales, en Buenos Aires, el pasado 29 de diciembre.
El expresidente de Bolivia, Evo Morales, en Buenos Aires, el pasado 29 de diciembre. Ricardo Ceppi (Getty Images)

Las hordas a la caza del indio con garrotes y biblias en Bolivia y la compra de diputados en Venezuela para reventar la Asamblea Nacional son vertidos de odio tan alarmantes como los obstáculos afrontados por las democracias representativas de América Latina para afianzar sus preceptos: el acatamiento de la Constitución y las leyes, elecciones libres y pacífico traspaso de poderes. El Estado aindiado edificado por Evo Morales para reparar afrentas coloniales es entendible, pero el expresidente cometió el error de olvidar que Bolivia dejó de ser un país mayoritariamente indígena después de un complejo proceso de mestizaje. La idiosincrasia resultante la hizo refractaria a la servidumbre y la autocracia.

La policía chavista amordazando el Parlamento, la alcaldesa de Cochabamba embadurnada de rojo y trasquilada, y la rabia de la burguesía chola que vigiló la residencia de México donde se refugian funcionarios depuestos, preludian otros estallidos de visceralidad si no se previenen con institucionalidad. La acumulación de odio colectivo es preocupante. No habrá conciliación en las sociedades latinoamericanas si la oposición opta por el atajo con escolta castrense, y los mandatarios que invocan la democracia sin creer en ella se aferran al mando con golpes de mano.

El asistencialismo de Hugo Chávez y Evo Morales, e incluso de Daniel Ortega en algún tramo de su esprint hacia el cacicazgo, rescató de la miseria a millones apantallando con subsidios un autoritarismo que se apoderó de las instituciones o las diseñó al servicio de planteamientos frecuentemente más arribistas que revolucionarios. La discriminación positiva en la redistribución de la riqueza insufló conciencia de clase y garantizó triunfos electorales al ser sus beneficiarios mayoría, pero incubaron el parasitismo de unos y la malquerencia de otros, larvas del revanchismo, las asonadas y guerras civiles. El teniente coronel que acaudilló una revolución expidiendo cartas de ciudadanía a los pobres de la tierra se proclamó valedor del socialismo del siglo XXI, el potaje ideológico del sociólogo alemán Heinz Dieterich con elementos del marxismo-leninismo, el trotskismo, el cristianismo, la economía de equivalencias y el neoliberalismo. Aplicándolo a conveniencia, el guía bolivariano y sus discípulos sometieron a las oligarquías blancas, nacionalizaron recursos, incorporaron la manutención de la pueblada a los presupuestos generales y relegaron a las clases medias.

El despotismo exige carnés de la patria y estigmatiza a quienes no los necesitan para asumir la obligación de indemnizar las infamias cometidas con los indios y ayudar a las mayorías pauperizadas. Si el Pacto de Punto Fijo estabilizó Venezuela durante años, y la rebelión de Oruro coaligó a quechuas, aimaras y criollos contra la dominación española, algún tipo de alianza habrá de forjarse en América Latina contra la siembra de división y encono.

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