El genio y la niña
Habrá quien considere que esto es una denuncia a destiempo, pero se trata del tiempo que ha necesitado la sociedad para que los abusos vean la luz
Un escritor de renombre, un intelectual al que los presidentes de la República francesa halagan con honores oficiales y protegen económicamente, un tipo al que en los círculos culturales se tiene por transgresor, un hombre atractivo, de 50 años, Gabriel Matzneff, engatusa a una niña de 14 años. No le hace falta merodear por la puerta de un colegio: la encandila en casa de la madre de la niña, y esa madre siente la vanidad perversa de permitir y observar un affaire desequilibrado. Nos situamos en el París de los ochenta, donde el eco del prohibido prohibir del 68 continúa favoreciendo a los intelectuales, hombres, permitiéndoles vivir en un universo paralelo donde la ley no les roza: las acciones que protagonizadas por ciudadanos anónimos podrían ser calificadas como aberrantes o definidas como delito, en ellos se enmascaran con la palabra mágica que tanto se aplaude en el terreno cultural: transgresión. Mientras el hombre de a pie delinque, el intelectual de peso transgrede.
Gabriel Matzneff se pasó la vida pregonando sus transgresiones a los cuatro vientos. Publicó ensayos sobre su afición irreprimible por los y las menores de 16 años y acudió a programas de enjundia como el Apostrophes de Bernard Pivot, donde se le celebró su vicio como si fuera un mérito. Nadie catalogaba su discurso como una apología de la pedofilia. Una de las menores que pasaron por la cama del depredador, Vanessa Springora, hoy editora, ha escrito un libro, Le consentement (el consentimiento), en el que reflexiona sobre cómo el mundo cultural ha eximido a los intelectuales de cualquier responsabilidad o culpa. La célebre y aplaudida protección del Estado francés a sus artistas era extensible a sus actos, aunque fueran punibles.
No tiene tanto interés Springora en cargar las tintas contra el escritor como en detallar todos los mecanismos de protección que fallaron para que ella fuera víctima durante un año de la manipulación de un adulto. Comenzando por su madre, los colegas del escritor, los vecinos, por el médico que la observó, por el padre que lejos de reaccionar se quitó de en medio y siguiendo por todos aquellos medios que consintieron y celebraron el placer que sentía Matzneff por niños y niñas que respondían a sus deseos, según el escritor, dócilmente.
Habrá quien considere que esto es, una vez más, una denuncia a destiempo, pero simplemente se trata del tiempo que ha necesitado la sociedad para que los abusos vean la luz y para que las víctimas alcancen la madurez precisa para contarlos. Si el escritor francés disfrutó durante décadas de la libertad de contar lo que su público consideró travesuras y vicios propios de un artista, las niñas y niños que cayeron en sus redes también deben gozar hoy del mismo derecho y ser escuchados en los mismos platós en los que Matzneff provocaba sonrisitas pícaras narrando su afición por esos menores a los que vulneró la inocencia. Vanessa Springora lamenta no haber estado protegida contra una experiencia que la marcó para siempre. Esto no tiene nada que ver con la censura a la creación, afirma Springora y así pienso yo, sino con la permisividad social a las acciones de los hombres poderosos. En la cultura, ese poder se ha ejercido con una buena coartada: la de que el genio había de ser libre y moverse a sus anchas por la vida sin reparar en las víctimas que dejara por el camino.
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