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la memoria del sabor
Columna
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Julián Estrada, antropólogo culinario

El personaje más activo del periodismo gastronómico colombiano creció al calor del trabajo de las cocineras particulares de las casas burguesas

Foto cedida por Julián Estrada.
Foto cedida por Julián Estrada.

Cuando los vaqueros de Los Llanos Orientales deciden cocinarse una gallineta —le dicen pava—, se la llevan viva al campo. Llegados al lugar, buscan un ribazo de agua, la sacrifican y la rellenan con cebolla de tallo, ajos, culantro cimarrón y jugo de naranja agria antes de prepararle un envoltorio de barro, una cazuela a medida con aire de sarcófago. Hacen un hueco en el suelo, la entierran con plátanos de cáscara y yucas envueltas en hojas de plátano, prenden encima un fuego copioso y la dejan durante la jornada de la mañana. Cinco o seis horas después desentierran la comida, rompen el sarcófago y empieza la fiesta. Las plumas quedaron pegadas al barro y la pava está lista, medio asada, medio cocida en sus jugos. Me lo cuenta Julián Estrada, cronista y antropólogo culinario antioqueño, al que descubrí en el escenario de Madrid Fusión Bogotá, donde le rendían homenaje por ser el personaje más activo del periodismo gastronómico colombiano de los últimos 30 años. Empezó en el diario El Mundo, en Medellín, activó la revista Semana Cocina, dedicó 18 años a Vivir en el Poblado, y ahora publica en El Espectador. Empacándolo todo, un doctorado en antropología con una tesis titulada ‘Antropología del universo culinario’.

No es habitual oír citar a filósofos en el escenario de un congreso de cocina y su discurso empieza con una sentencia de Nietzsche; me engancha desde la primera frase. Disfruto escuchándole hablar de la cocina desde una perspectiva que va más allá del plato. “Cocina es un espacio, es un oficio y a la vez una realidad social y cultural”, dice. “La cocina empieza en la huerta, va al mercado, pasa por el fogón y termina en la mesa, y durante ese periplo se gesta, se unta y se concreta en miles de manifestaciones de toda índole”. Y habla de técnicas ancestrales, de cocineras y cocineros populares, de platos y utensilios, de preparaciones con horario establecido, de cocina de calle, o de como ha sido y es comer con los dedos en un mundo que no sabrá nunca del finger food. Siempre gusta dar oídos a un ilustrado que habla de cocina con un discurso preñado de emociones, unas veces duro —“nuestros nuevos chefs no saben cuántas clases de maíz existen en Colombia, ni cómo son sus granos o sus mazorcas”— y otras tierno: “decir mamá, decir familia, es decir cocina”.

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También hay llamadas de atención sobre las pérdidas que vienen con los tiempos: las vendedoras de hayacas (así lo escriben allí) que salían al centro de Cúcuta a las 5 de la tarde, las arepas de Aremenia, envueltas en tela y asadas al carbón, las vendedoras de cojines de lechona en Neiva, la venta callejera de morcilla de Envigado, y sobre todo las hojas, que Julián sitúa en el centro del que llama origami criollo. Hay 130 variedades de hoja en la cocina colombiana que sirven para cocinar y envolver; desde el tamal a la mantequilla, el queso o los huevos. Fueron ingrediente y envoltorio antes de que el plástico cambiara nuestro mundo, pero los ayuntamientos colombianos se conjuran para desterrarlas.

Julián Estrada se presenta como un antioqueño crecido al calor del trabajo de las cocineras particulares de las casas burguesas, enrumbado después entre la fidelidad a sus orígenes y el deslumbrante acontecimiento de las cocinas populares. Me consigue un libro titulado Doña Gula, el seudónimo que utiliza en sus columnas, que se convierte en una fuente de descubrimientos. Están los huevos pericos ocañeros —una tortilla construida alrededor de la flor anaranjada del barbastusco, árbol común en el norte santanderiano—, las versiones familiares del arequipe, visión colombiana del dulce de leche, la sopa atollada antioqueña, una fruta cercana al maracuyá llamada badea, las humitas de Urtumita, asadas sobre hoja de almendro, las sopas bogotanas, la sopa y seco de Antioquía, el mango biche, el murrapito, las empanadas de leche agria, el tembleque de coco, los pescados ahumados del Chocó, las albóndigas de macavi o los chicharrones de tortuga de La Guajira... Las referencias se amontonan para llevarte siempre al peso y el papel de la memoria en el hecho culinario y la importancia de mantenerla viva. Es un tesoro encerrado en 208 páginas.

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