Un día que vale una época
La Casa Blanca se ha quedado sin capacidad disuasiva. Sus amenazas suenan a hueco
Un solo día puede concentrar el espíritu de una época. Así ha sucedido con el 31 de diciembre de 2019, cuando con las 12 campanadas han sonado también dos bofetones en el rostro de Donald Trump, uno en Bagdad y otro en Pyongyang.
Trump quiere desentenderse de Oriente Próximo y a ser posible sacar todas sus tropas de la región, desde Afganistán hasta Siria, pero prefiere lógicamente irse por su propio pie en vez de que le empujen vergonzosamente a la vista de todos. Esto último es lo que le está sucediendo en su Embajada en Bagdad, donde le empujan los manifestantes chiíes y le empuja el Gobierno iraquí con su permisividad interesada con unas protestas que hasta hace unos días se dirigían contra la corrupción de los gobernantes locales.
También creyó tener a su alcance un acuerdo de desnuclearización de la península de Corea que le permitiera desentenderse de la seguridad de Japón y Corea del Sur. Así fue como abrió negociaciones de desarme con los norcoreanos, organizó sin resultado alguno dos cumbres con Kim Jong-un, y ahora se encuentra con que el dictador norcoreano da por finalizada la moratoria nuclear y amenaza con desplegar una nueva arma estratégica, probablemente atómica, capaz de alcanzar Estados Unidos.
Aunque de momento ha dejado pasar las amenazas de Kim Jong-un, no ha podido hacer lo mismo con el ataque a su Embajada en Bagdad, hasta el punto de obligarle a mandar más marines a Irak en vez de retirarlos como había prometido. Del peligro que corren allí sus funcionarios solo le interesa la comparación con el ataque terrorista al consulado de Bengasi (Libia) en 2012, donde murió el embajador Christopher Stevens, para poder denigrar al presidente Obama y sobre todo a la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton, que no pudieron evitarlo.
Nada más fácil que empezar una guerra, pero cada vez es más difícil si no imposible terminarlas. Si Bush fue quien las empezó en Afganistán e Irak, Trump quería terminarlas, pero después de declarar la victoria. Con las fechas electorales encima, la cesta sigue vacía. Están abiertos todos los frentes —Afganistán, Irak, Siria, Yemen e incluso Libia— y por su cuenta ha abierto otro con Irán, al sabotear el acuerdo nuclear obtenido por Obama, del que es una derivada el asalto a la Embajada de Bagdad. Pero no ha conseguido ninguno de los éxitos prometidos: ni el desarme con Corea del Norte, ni la retirada de tropas en Afganistán, ni el anunciado acuerdo de paz entre Palestina e Israel.
La Casa Blanca se ha quedado sin capacidad disuasiva. Sus amenazas suenan a hueco. Su diplomacia gira en el vacío, cuando no está al servicio privado del presidente, como en Ucrania o en Rusia. Esos dos bofetones de fin de año anuncian una nueva época en la que el primer actor del orden internacional que fue Estados Unidos se ha ido del escenario, ya no se sabe si por decisión propia o expulsado por los otros actores.
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