Una vida distinta
Los individuos que fueron asesinados por las huestes de Hitler y Stalin pueden quedar sepultados por las cifras del horror
Ceija Stojka tenía 12 años cuando fue liberada junto a su madre por el ejército británico del campo de concentración de Bergen-Belsen. Era abril de 1945, estaba escondida entre pilas de cadáveres y consiguió sobrevivir comiendo la savia de las plantas que encontraba por ahí. Era gitana, su familia pertenecía a un linaje que se había dedicado al comercio de caballos, nació y creció en Austria. Su infancia estuvo asociada a un carromato, a la felicidad de ir de un sitio a otro. Hubo un momento en que obligaron a los suyos a concentrarse en un terreno baldío a las afueras de Viena. Fue ahí donde los nazis acudieron a buscar a su padre en 1941 y se lo llevaron a Dachau. El resto de la familia terminó en marzo de 1943 en un tren camino de Auschwitz. Le tatuaron el número Z6399. En junio de 1944, la trasladaron al campo de Ravensbrück y terminó en enero de 1945 en Bergen-Belsen. Tardó unos 40 años en darle forma a las experiencias que vivió durante aquella temporada en el infierno. Sus cuadros se pueden ver ahora en el Reina Sofía, en Madrid. El horror de la barbarie nazi está recuperado en su obra desde la limpia mirada de una niña, y por eso resulta todavía más perturbador. Parece un cuento: las figuras de negro de las SS, la esvástica, el alarido de miedo, las alambradas, las torres de control, los cuerpos en las literas de los barracones, una puerta cerrada. Y, por algún lugar, la vida que sigue. A pesar de todo.
Cuanto tiene que ver con aquel aciago periodo está resumido casi siempre en números. Por eso son necesarios los dibujos y los cuadros y escritos de personas que vivieron aquello, como Ceija Stojka. Dice Timothy Snyder en Tierras de sangre, su libro sobre la época en que reinaron sobre Europa Stalin y Hitler, que “cada uno de ellos moría de una muerte diferente, puesto que cada uno de ellos había vivido una vida distinta”. Se refiere a cada uno de los 14 millones de seres humanos que fueron liquidados por la Alemania nazi y la Unión Soviética entre 1933 y 1945 en esa zona de Europa de la que se ocupa en su libro: San Petersburgo y la franja occidental de la Federación Rusa, la mayor parte de Polonia, los países bálticos, Bielorrusia y Ucrania, según los mapas de hoy. “La pregunta esencial es: ¿cómo fue posible (cómo es posible) que se infligiera un final violento a tantas vidas humanas?”, escribe Snyder.
Marean los números, y luego es terrible asistir en esas páginas a la simple descripción de las matanzas. Como ocurre al ver la obra de Ceija Stojka, en Tierras de sangre de pronto estallan los signos de vida particulares. Iza Belozovskaia, una judía de Kiev, recordaba de aquellos días en que los nazis hacían su trabajo: “Tenía un fuerte deseo de espolvorear mi cabeza, toda mi persona, con cenizas, para no oír nada, para convertirme en polvo”.
“Expulsar a los nazis o los soviéticos fuera del ámbito humano o de la comprensión histórica es caer en su trampa mortal”, observa Snyder, y por eso recomienda “advertir que sus motivos para cometer asesinatos en masa, aunque nos parezcan repugnantes, tuvieron sentido para ellos”. Las utopías de Stalin y Hitler arrastraron a miles de personas corrientes a enfangarse en horrores sin nombre que justificaron en algo, comenta Snyder, que no nos resulta tan ajeno: “El sacrificio del individuo en nombre de la comunidad”. Cuando oigan a quien defiende sus acciones con esos argumentos, acuérdense de Ceija Stojka. Mataban por un gran plan para los elegidos.
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