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Los señoritos sultanescos que acosaban a las jóvenes ‘vedettes’

Este artículo de la feminista Clara Campoamor es un viaje a aquellos días, hace un siglo, en que los empresarios de varietés obligaban a las jóvenes artistas a “alternar” con los espectadores

Las Alfred Jackson’s Dancing Girls actúan en La Alhambra, Granada, un 2 de julio de 1928. 
Las Alfred Jackson’s Dancing Girls actúan en La Alhambra, Granada, un 2 de julio de 1928. Sasha (Getty Images)

El texto que sigue es un artículo de Clara Campoamor que se publicó el 5 de marzo de 1921 en El Tiempo, y forma parte del libro La forja de una feminista. Artículos periodísticos. 1920-1921, que se publica el 9 de diciembre.

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La prensa nos ha transmitido en estos días la noticia de un hecho dolorosamente brutal:

“En un teatro de varietés de Huelva, y durante uno de los descansos de la función, una de las artistas se negó a aceptar un vaso de vino que le ofrecía un señorito de la ciudad; este le dio un golpe tan brutal que le causó una hemotisis gravísima producida por traumatismo”.

¡Triste sino el de la mujer, a quien desde la cuna pone su mala estrella en poder de esas tres fuerzas explotadoras que, como ojeadoras de la fiera humana, la acechan a su paso por la vida: la familia, el empresario y el señorito sultanesco…

Jóvenes, niñas aún, cuando su fortaleza necesitaría sanos estímulos y leales consejos, prende en su ambición el señuelo de ajenas glorias y ansiados triunfos que encuentran en sus familiares el acicate odioso de una conveniencia material, sorda a todo sentimiento de protección por la juventud indefensa y amenazada.

En el caso de la jovencita que en el ambiente casero halla el decisivo espolazo que la lanza a la lucha azarosa donde todo puede perderse, y lo que más peligra es precisamente lo que intentó salvar, contra todo, el monarca francés, ha nutrido gran parte de nuestro teatro de género chico.

Su caso de “estrella”, comparado con el del varón aspirante también a astro coletudo, es mucho más desesperado y cruel. En el jovencillo, la afición taurina supone voluntariedad, emancipación vidente y huraña de la personalidad, que de tumbo en escapada se aleja del hogar en busca de soñadas glorias. La muchacha, lejos de rebelarse contra el yugo paterno, es secundada, alentada, escoltada por esas mamás que la acompañan en sus azarosas peregrinaciones y que, en vez de ángeles tutelares, ofrecen a la malicia el aspecto pintoresco de vestales en la vocación de la niña, cuyos desmayos “artísticos” prenden y combaten con arrullos de sirena.

Una vez lanzada por el artificioso camino de un arte donde pocas logran un puesto relevante, la “estrella” incipiente sufre el acoso del otro ojeador: el empresario sagaz que, en tanto llegan las mieles del arte, se conforma con obligar a la principiante a “alternar”, contribuyendo así a redondear un negocio basado en amargas explotaciones.

El sultán de aldea siente despertarse su breve sensualidad a la llegada de lo que en su concepto es un “harén portátil”

Las lectoras que desconozcan el argot de bambalinas desconocerán el valor positivo de la palabra “alternar”. Alternar es servir de blanco a la codiciosa lujuria de los frecuentadores de escenarios y cabarets; actuar de señuelo carnal que atraiga hacia la caja del empresario el pasto de sensualidad varonil, convertido en lluvia de dinero. Es cultivar la indolencia voluptuosa de los señoritos inactivos, nutriéndoles de excitaciones a cambio de sus monedas.

La artista que logra un contrato de ínfima categoría se compromete a alternar, es decir, a bajar al buffet, o café, y aceptar las consumiciones a que se le invite. Si es despierta, y sabe contentar al tirano, su malicia y manejos inducirán a los parroquianos abundantes y caras libaciones. El buffet, a cargo del propio empresario, sabrá estimar este esfuerzo de la “estrella”. Claro que, al cabo de esta operación financiera en beneficio del ojeador humano, son las sonrisas, las miradas, la gracia y la buena voluntad de la muchachita, en torno a la cual la grosería y la liviandad, desatadas ásperamente, danzan la loca fantasía de muchas repugnancias…

Y a veces, como en el cruel suceso que comentamos, surge el tercer ojeador que acecha la pieza humana que aún salió con bien de las instigaciones, codicias y afanes de sus dos perseguidores anteriores.

No se habla de virtud ni vicio… ¿Qué pueden importar estas palabras en la vida truncada de unas mujeres que no pudieron, por su edad, elegir libremente el camino futuro? Hablemos tan solo de su derecho a la vida; de ese destino trágico que a veces pone en su camino al señorito adulador, al sultán de aldea que, confinado en sus actos de cariño, siente despertarse su breve sensualidad a la llegada de lo que en su concepto es un “harén portátil”. Su dinero puede permitírselo todo, y así, sin respeto alguno hacia la ajena voluntad, dueño en todo caso de sus preferencias, ofendido en su criterio de pachá, dueño de la esclava, venga la ofensa inferida a su orgullo, destrozando con su puño de atleta los vasos pulmonares, lavando con aquella sangre su vanidad de macho embravecido…

Y así acaba esta víctima del acoso de los tres ojeadores humanos: egoísmo, interés y vicio. Otras acabarán de otra manera… Pero todas ellas tienen el mismo principio: abandono, coacción, explotación vil, abominable.

En nuestro siglo, parlanchín incansable de capacitaciones y orientaciones juveniles, cursan el panorama nacional pálidas, lamentables, figuras de malograda juventud. A la hora en que una adolescencia sana y noblemente educada comenzaría a gozar el elevado ideal de la vida, estas falsas figuras se nos muestran ahítas de morfina o cocaína; maestras intuitivas de todos los vicios

Son las pobres niñas-mujeres, brotes abrileños fracasados, capullos de mujer caídos al acecho de los ojeadores humanos…

Este texto es un adelanto del libro de Clara Campoamor (1888-1972) ‘La forja de una feminista. Artículos periodísticos. 1920-1921’, de la editorial Renacimiento, que se publica el 9 de diciembre. Recoge 63 artículos periodísticos de la abogada, feminista y política española. Este artículo se publicó el 5 de marzo de 1921 en ‘El Tiempo’.

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