Platón y la política española
Quienes asumen ahora el liderazgo político parecen mover la luz a su antojo proyectando sobre la sociedad unas simples sombras, sin alcanzar a distinguir si su alcance es real
Han pasado más de 15 días desde que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias sellaron con un abrazo la firma de un preacuerdo encaminado a garantizar un gobierno progresista de coalición. Las partes advirtieron entonces que avanzarían de manera discreta para no comprometer el resultado final. Parece que lo están consiguiendo, pues la información sobre el futuro gobierno no pasa de momento de algo tan prosaico como quién puede ocupar qué cartera ministerial. Nada verdaderamente significativo se sabe sobre el fondo de un acuerdo que debe clarificar la agenda política que dará contenido a la legislatura.
Como ocurre en otros países con más tradición en gobiernos de coalición, el preacuerdo anunciado debería formalizarse por escrito sin ahorrar detalles. Imagino que los partidos implicados estarán centrados en la redacción del documento pertinente. ¿Cuándo se dará a conocer a la ciudadanía? ¿Qué mecanismo incorporará las pretensiones de aquellas otras fuerzas parlamentarias sin cuyo concurso la investidura no saldrá adelante? ¿Quién tendrá acceso al conjunto de compromisos que el gobierno asuma para garantizar una gobernabilidad estable? Aunque la respuesta a estas cuestiones es una exigencia democrática ineludible, nadie parece tener demasiada urgencia en ofrecer información suficiente que permita apreciar lo que en verdad está ocurriendo. Lo extraño, en términos de control democrático, es que tampoco existe demasiada presión para exigirla.
La política en España se ha convertido en un juego de simulaciones donde es difícil interpretar lo que escuchamos y vemos. Aunque siempre haya sido así, ahora la fragmentación parlamentaria y la polarización han elevado el juego de apariencias a la fórmula magistral para silenciar fracasos, encubrir debilidades, garantizar aspiraciones o modular discursos con el noble propósito de facilitar aquellos acuerdos que hagan posible un gobierno. Al igual que ocurría en el mito de la caverna de Platón, quienes asumen ahora el liderazgo político parecen mover la luz a su antojo proyectando sobre la sociedad —a través de abrazos, silencios, encuentros y declaraciones, a veces, contradictorias— unas simples sombras, sin alcanzar a distinguir si su alcance es real.
En este contexto ¿cómo valorar si el preacuerdo de gobierno entre PSOE y Unidas Podemos es realmente la única opción viable? ¿Es auténtica la preocupación del Partido Popular por la posible influencia de los independentistas en la gobernabilidad de España? ¿Qué está dispuesto a hacer, en tal caso, para evitarlo? ¿Quiere realmente ERC encauzar políticamente la cuestión catalana dentro del marco jurídico e institucional vigente? ¿Qué coste político está dispuesto a asumir por ello? ¿Cómo piensa gestionar Ciudadanos un resultado electoral que le interpela sobre su viabilidad futura como partido? Responder a estas preguntas requiere una información que sorprendentemente nadie está interesado todavía en ofrecer. Será cuestión de esperar. Entretanto, convendrán conmigo que, en este arriesgado juego en el que estamos inmersos, solo en Abascal y en Torra se aprecia una coincidencia total entre apariencia y realidad.
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