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Columna
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¿Por qué lo llaman principios cuando quieren decir poder?

Nos faltan actores que representen el interés general. Protagonistas de verdad, los que encarnen al héroe

Fernando Vallespín
Pablo Casado durante una intervención en el Congreso de los Diputados.
Pablo Casado durante una intervención en el Congreso de los Diputados.Eduardo Parra (Europa Press)

Se abre el telón. Sobre el escenario aparece una escena, esa tan conocida en la que nuestros políticos representan sus muchas desavenencias. Como casi siempre, el discurso no va de políticas, va de acusaciones de herejía. No se nos está presentando ni una comedia ni una tragedia, sino un auto de fe en el que cada cual acusa a los demás de indignidad moral. Unos quieren ver crucificado a quien ostenta el rol del Gobierno en funciones por el pecado de lesa patria al pretender pactar con los independentistas, el pecado de romper con las Sagradas Escrituras, la Constitución. Los otros se defienden alegando que la auténtica herejía consiste en pactar con la extrema derecha, el mayor de los sacrilegios. Y, al fin, el tercero en discordia debe hacerse de rogar para no ser quemado en la pira por vulnerar los dogmas de la auténtica nación catalana. Por parafrasear a Carl Schmitt, la mayor parte de nuestras discusiones políticas han devenido en discusiones teológicas secularizadas.

España está a punto de morir de un atracón de indignación moral. Cada actor político ha convertido a su tradicional adversario en un traidor, o mejor, en un hereje. Nadie parece haber caído en la cuenta de que cada cual representa diferentes concepciones políticas, como debe ser. Y que si están ahí, en el Congreso, es porque reflejan el pluralismo de la sociedad española. Pero la nueva mirada inquisitorial no está para minucias liberales, de lo que se trata es de estrechar al máximo el círculo de lo tolerable, el nuevo signo de los tiempos.

Por ceñirme a los ortodoxos de la Constitución, estos no deberían rasgarse tanto las vestiduras. Sea cuales sean los pactos del nuevo Gobierno, este carece de la mayoría necesaria para vulnerarla. La Constitución sabe defenderse por sí misma. Pero sobre todo deben pensar en la contradicción que supone el mantener un discurso que deja fuera de ella a más de la mitad del Parlamento. Cuando los autoproclamados “constitucionalistas” devienen en una minoría, cosa que dudo que ocurra, habría que platearse seriamente su modificación. En todo caso, si se produjera el “desastre” del Gobierno Frankenstein, siempre podría ser sustituido tras nuevas elecciones por otro de signo contrario. Yo soy de los que preferirían otra cosa, pero ¿por qué tanta indignación?

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Con todo, y hablo ahora de los actores políticos, no de los opinadores, detrás de tanta excitación moral late la libido de la política, el poder. Sánchez convocó nuevas elecciones para no compartirlo. Iglesias lo apoya para pillar cacho. Rivera impidió un Gobierno transversal apostando a ganarlo más tarde como líder de la derecha. Casado está renuente hacia todo pacto por su temor a acabar siendo devorado por Vox. Y Torra y los suyos presionan para que ERC no acabe desplazándole de la Generalitat. Qué alivio, detrás de tanta política sacralizada se esconde lo de siempre. No es un auto de fe sino el sainete habitual. Lo malo es que nos faltan actores que representen el interés general. Protagonistas de verdad, los que encarnen al héroe. Hasta que no aparezcan, que no se baje el telón.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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