Ciencia para la chavalería
Si los políticos tienen que aprender a pensar como científicos y viceversa, necesitamos un lenguaje común
Donna Strickland era una niña de 10 años cuando visitó el Centro de Ciencia de Ontario y vio por primera vez un láser. La experiencia debió de resultarle impactante, porque aquella niña dedicó su vida a profundizar en esa poderosa tecnología de la luz y acabó recibiendo por ello el Nobel de Física el año pasado. Chris Hadfield también tenía 10 años cuando Neil Armstrong pisó la Luna, y solo tardó unos meses en visitar el mismo museo de Ontario para conocer allí una de las piedras lunares que la misión Apolo 11 había traído de vuelta a la Tierra. Como en el caso de Strickland, el niño se quedó tan impresionado que se hizo ingeniero, piloto de caza y el primer astronauta canadiense que dio un paseo espacial; también se hizo músico, aunque eso seguramente no es imputable al Centro de Ciencia de Ontario.
Lee en Materia cómo el director del museo, el astrofísico chileno-canadiense Mauricio Bitran, ha logrado reunir 50 historias como esas dos. Son evidencias anecdóticas y no pueden llegar a demostrar que explicar la ciencia a niños y jóvenes sea importante para el desarrollo social, pero constituyen una narrativa elocuente, a falta de datos más cuantitativos. Las reflexiones de Bitran plantean un montón de cuestiones que cautivarán a los lectores interesados en la pedagogía, en la ciencia y en la pedagogía de la ciencia.
La ciencia no es solo un cuerpo de conocimientos sobre el mundo, sino también una forma de pensar sobre él
La ciencia no es solo un cuerpo de conocimientos sobre el mundo –eso que solemos enseñar a los niños en la escuela y el instituto—, sino también una forma de pensar sobre él. Una forma obcecadamente autocrítica y sometida cada minuto a la dictadura de la realidad. La ciencia no es discípula del genio, sino esclava del mundo. Esa es su gran diferencia con las humanidades, y la gran razón para que los chavales incorporen el escepticismo y la coherencia interna típicos de la ciencia a su modelo interior del mundo. Solo unos pocos de ellos se harán investigadores, pero todos ellos deberían ser expuestos a esa valiosa herramienta de conocimiento, la mejor que tenemos y que tendremos.
El sueño de Bitran y de su institución museística, sin embargo, no es avasallar con la fuerza aplastante de la razón, sino tender puentes entre ciencias y humanidades. La mayor parte de los políticos son analfabetos científicos, pero la gran mayoría de los científicos son analfabetos políticos, al menos según la bella ecuación del astrofísico. Ambas ignorancias son sinérgicas, y se estimulan la una a la otra en un bucle inagotable de inoperancia. Si los políticos tienen que aprender a pensar como un científico, y los científicos a calcular como un gestor público, es obvio que necesitamos desarrollar un lenguaje común. Mirad a los canadienses.
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