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Ciencia de la música, música de la ciencia

La más enigmática de las artes plantea cuestiones profundas sobre el mundo y nuestra posición en él

Javier Sampedro
Conferencia sobre la música en la Física en la Facultad de Física de la UCM. En la imagen, el pianista Pablo Gutierrez.
Conferencia sobre la música en la Física en la Facultad de Física de la UCM. En la imagen, el pianista Pablo Gutierrez.Kike Para

No hay arte más enigmática que la música. Cuando contemplas un cuadro de Van Gogh o Picasso o Velázquez o Hopper, por poner cuatro ejemplos tontos, siempre puedes analizar, y a menudo llegar a deducir, la composición química de tu experiencia estética, la red de tentáculos que ha secuestrado tu ánimo y te pide un rescate por desencriptarlo, la ruta enmarañada que conduce a tu consciencia.

Con la música no puedes hacer nada de eso. Empieza a sonar, te da una patada en el cerebro y te pones a saltar o a llorar sin que tengas la menor idea de dónde te ha venido ese ataque directo a tus emociones más íntimas. Hay algo en la música que la convierte en un fenómeno natural, en algo que ya existía antes que nosotros y que seguirá aquí cuando nos vayamos. Un objeto de estudio de la ciencia y una inspiración para ella. Lee en Materia un relato fascinante sobre el íntimo nexo entre física y música, un vínculo que se remonta a los mismos orígenes de la ciencia y que sigue en muy buena forma en nuestros días.

La conexión entre física y música se remonta a los mesopotámicos que inventaron la civilización occidental, aunque fue Pitágoras quien la formalizó y se llevó todo el mérito, como ya había hecho antes con el teorema que lleva su nombre y que también habían descubierto entre el Tigris y el Éufrates milenios antes. Pitágoras demostró de forma aplastante que una de las emociones más apreciadas por nuestra especie, el placer musical, se enraizaba profundamente en las matemáticas más simples que cabe imaginar.

La escala diatónica, o “natural” (do re mi fa sol la si do…) se repite ocho veces en el teclado de un piano. Pero cualquier oyente sin la menor formación musical ni física sabe que el primer do y el último do de esa escala, y los otros seis dos del piano, son la misma nota. Esto es verdaderamente asombroso –prestigiosos musicólogos lo han celebrado como un milagro— y es el fundamento de la naturaleza cíclica de la música, y de nuestra percepción de ella.

Pitágoras demostró que un do y el siguiente se relacionan por una mera duplicación de la frecuencia del sonido. O, lo que es lo mismo, por reducir a la mitad su longitud de onda, como cuando cortas una cuerda dos mitades (o pulsas la cuerda de una guitarra en el traste 12, que está justo en la mitad de la cuerda). El resto de las notas de la escala “natural” también emergen de la aritmética más simple, y de hecho se obtienen por un algoritmo trivial y repetitivo, como cortar la cuerda en tres, en cuatro, en cinco y demás. El placer que sentimos al oír música emerge de las matemáticas, y por eso no atraviesa nuestra consciencia. No le hace ninguna falta. Esa es la ciencia de la música.

Pero también hay una música de la ciencia. El propio Pitágoras propuso que el mundo, como la música, era número, y en eso se basó su famosa religión de la “armonía de las esferas”. Esa teoría era un bodrio, pero la idea general de que el mundo es música ha llegado a nuestra ciencia de vanguardia. La ilustración más espectacular de este principio pitagórico es seguramente la teoría de cuerdas, con la que muchos físicos teóricos intentan unificar la relatividad general de Einstein, que rige a escalas cósmicas, con la mecánica cuántica que gobierna el mundo subatómico. Según esta teoría, las partículas elementales no son puntos, sino cuerdas que vibran a distintas frecuencias, como las notas de una guitarra. Si el universo es una sinfonía, abramos los oídos.

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