Pedro y Pablo: dos hombres que se abrazan
Educados en la huida de lo femenino, procuramos que nuestros afectos no se noten en demasía
Los hombres somos poco dados a abrazarnos. Mejor dicho, en vez de hacerlo nos damos golpes en la espalda, casi avasallamos al otro en vez de acogerlo con nuestros brazos, nos resistimos a que nuestros cuerpos se toquen. Nuestros abrazos suelen ser una manera de confirmar que somos partes de la fratría. Educados en la huida de lo femenino, procuramos que nuestros afectos no se noten en demasía. Eso sí, nos apretamos las manos con fuerza (con más fuerza cuantas más fotos) y nos golpeamos la espalda para sellar nuestros pactos.
Fíjense en cómo nuestras escasas muestras de afectividad en público tienen que ver con la demostración de nuestros logros, de nuestras conquistas, de lo que, habitualmente entre nosotros (ellas siguen siendo “el otro”) acordamos para que de ninguna manera el poder se nos escurra entre los dedos. Así dejamos en evidencia, ante nosotros mismos y ante los demás, que el patriarcado es realmente, como afirma Rosa Mª Rodríguez Magda, un fratriarcado.
El abrazo de Pedro y Pablo, que a tantas y a tantos nos hizo pensar en cuánto de representación —de la teatral, digo— hay en la política y que nos hizo lamentarnos cuánto tiempo y energías se habían perdido en los meses previos, tiene mucho de esa continuidad de un poder que hoy por hoy se resiste a abandonar los púlpitos varoniles. Un sesgo que es transversal y que por lo tanto no entiende ni de derechas ni de izquierdas. Por más que en algún momento el público asistente levantara rumores similares a los de una boda civil, o por más que las sonrisas con distintos matices de los escuderos y de las escuderas pretendieran revelar la alegría de un enlace, el abrazo de estos dos hombres que hasta hace poco parecían condenados a no entenderse, mostró esas barreras que a los hombres nos impiden mostrar la vulnerabilidad que como humanos nos corroe por dentro.
Fue además un abrazo desigual, en el que Pedro, que al fin bajó al abrazado del apellido al nombre, ayudado por su mayor altura, pareció mantenerse en la rigidez de quien se sabe o se cree director de la función, mientras que Pablo, sin corbata y con su chaqueta siempre forzada, se agarraba al ex jugador de baloncesto como un koala que al fin descansa en la rama del árbol que lo sostiene. Mientras que, en el presidente en funciones, tan Emidio Tucci, los brazos fueron como un paréntesis forzado por el lobo, los de la pareja de Irene Montero estuvieron más cerca del niño que arrepentido le dice al padre que nunca más le hará pasar malas noches.
El abrazo sorprendente del martes pasado, y que pasará a la historia por ser el primer paso de un gobierno de coalición en nuestro país, es sin embargo una puesta escena cargada de promesas. Las que residen en las yemas de los dedos que cruzamos todas las votantes progresistas de este país, las de quienes votamos entre el cabreo y el miedo, más a la defensiva que desde la convicción. Esperamos, entre otras muchas cosas, que ese abrazo de varones/barones acabe convertido, pasados los cuatro años que anuncian, en la expresión más gráfica de cómo la vida se coloca en el centro de la política y de, por tanto, cómo las vindicaciones que el feminismo lleva haciendo durante siglos se convierten en asunto de Estado.
Ese abrazo masculino debería ser la puerta que permitiera que el poder de las mujeres llenara de contenido la agenda política por derecho propio y por razones de justicia
Ese abrazo masculino, en el que todavía es complicado detectar emociones, debería ser la puerta que permitiera que el poder de las mujeres llenara de contenido la agenda política, y no por concesión o actitud graciosa de los que firman el pacto, sino por derecho propio y por razones de justicia. Porque si algo evidencia la situación política actual, y muy especialmente las amenazas que la extrema derecha han situado ya en el Parlamento, es que hacen falta diques de contención, apuestas radicales por la transformación de una sociedad que va a la deriva como consecuencia del abrazo perverso de patriarcado y neoliberalismo, y esa alternativa solo puede venir de la mano del feminismo.
Espero que en el gobierno que ha de formarse la igualdad siga siendo uno de los faros centrales que proyecte su acción emancipadora sobre todas y cada uno de los diferentes ministerios. Espero que ese compromiso no se devalúe y sea el primer sacrificado en un acuerdo en el que espero que, más allá del abrazo de los jefes, implique muchos más abrazos de mujeres capaces de definir buena parte de las cláusulas del contrato. Y ojalá, pasados cuatro años, todas y todos podamos celebrar que Pedro y Pablo se dan un abrazo no para salir en la foto sino para disfrutar que, pese a sus diferencias, son dos tíos a los que no les importa mostrar en público el afecto que se tienen. Es decir, a ver si dentro de cuatro años en vez de un árbol y un koala podemos ver dos seres humanos tan frágiles como cualquiera de quienes los votamos sin mucha ilusión.
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