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Columna
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Esperando a los bárbaros

Equiparar los disturbios en las calles de Barcelona con la ruina bélica de ciudades de Siria o Irak no solo es una pretensión falaz, también alimenta el discurso que desde hace siglos muestra a Oriente como epítome de la barbarie

María Antonia Sánchez-Vallejo
Manifestantes y Mossos d'Esquadra se enfrentan durante el lanzamiento de una bengala.
Manifestantes y Mossos d'Esquadra se enfrentan durante el lanzamiento de una bengala.Albert García

A quien desee calibrar la dimensión de los recientes desmanes callejeros en Barcelona podría bastarle como elemento de comparación y perspectiva la violencia desatada en la contracumbre del G8 de Génova, en 2001, o las recurrentes imágenes de kale borroka en el centro de Atenas durante la última década, para evitar cualquier tentación de extrapolar lo sucedido a episodios contemporáneos como la crisis de Hong Kong, ese espejo en el que algunos pretenden reflejarse. Ejemplos de violencia callejera —ácrata, radical, nihilista, inespecífica— proliferan allí donde se aprecia una quiebra de confianza en el sistema por el desfondamiento de las expectativas vitales, a menudo ante la deriva de la economía y una insatisfactoria respuesta política.

Por la amplia lista de antecedentes llama más la atención la desafortunada comparación que el líder de un partido de la oposición española hizo en Twitter entre los sucesos de Barcelona y la ruina total de ciudades como Alepo o Bagdad. Si lo que pretendía era contextualizar, la hipérbole se le fue de las manos: cientos de internautas criticaron el desprecio a lugares y poblaciones que llevan años sufriendo la guerra y el terrorismo islamista; lustros e incluso décadas de intervenciones militares, luchas sectarias y una incesante sangría de civiles. Porque comparar los disturbios de Barcelona con una ciudad arrasada como Alepo, objeto de un asedio que duró cuatro años, es como mínimo faltarle el respeto a las víctimas, muchas de las cuales se han jugado por segunda vez la vida intentando hallar refugio en Europa.

La comparación, además, no parece gratuita, ni siquiera fruto de una improvisación emocional o de la soltura efectista (¿populista?) de un político en campaña. Es, como en la habitual narrativa oficial de alerta migratoria, una gota más en la construcción del discurso que, desde el orientalismo, adjudica a los otros la barbarie y la amenaza, cuando la sinrazón habita sobradamente en todas partes. El redescubrimiento de Oriente de la mano de los románticos europeos, entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, no sólo nos devolvió una imagen edulcorada e irreal del Otro como un salvaje que ha de ser domesticado; también, y sobre todo, plasmó la relación de poder —de dominio— que Occidente siempre ha pretendido ejercer. Así, de ese tuit circunstancial pero tan poco naíf se infiere que ni la espiral mortífera de Chile, ni siquiera el recurso al Ejército en Francia contra los excesos de los chalecos amarillos, dan la suficiente medida de la barbarie en las calles catalanas frente a los bombardeos sobre Alepo o los coches bomba de Bagdad. Una burda manera de deshonrar a las víctimas y a la historia.

Como escribió Kavafis, qué decepcionante resulta constatar que los bárbaros que vienen de fuera no existen, porque los bárbaros somos nosotros.

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