“Esa noche cogí a mis hijos y poco más”
Desde Kobane hasta Málaga, un refugiado sirio cuenta su travesía para llegar a España de forma regular
El primer día de primavera de 1995 Fadil Moro cambió su nombre y se lo tatuó en el antebrazo izquierdo en letras árabes: padre de Diljien. Desde el nacimiento de su primera hija su mujer le llama así, como es costumbre en la comunidad kurda cerca de Kobane, en Siria, donde Moro crió sus nueve hijos hasta septiembre de 2015, cuando decidió huir. “El mismo día que llegó Daesh (acrónimo árabe y peyorativo de ISIS), nos fuimos todos. Esa noche cogí a mis hijos y poco más”, dice. En coche se fue con otros vecinos de su aldea hacia la cercana frontera con Turquía donde cortó el alambre que separa los dos países. “Si hubiese sido por mí me habría quedado. Pero tenía miedo de que murieran mis hijos. Veíamos los bombardeos a lo lejos”, dice. “Aquello fue un funeral”. Se interrumpe y no quiere seguir.
Moro, su mujer y sus hijos, tres de los cuales padecen graves discapacidades, se encuentran desde mayo en un centro de alojamiento de Cruz Roja en Málaga. Forman parte de los 418 refugiados reasentados desde Líbano y Turquía —según el ministerio del Interior— de los más de 1.400 que España se comprometió a acoger en un plazo de dos años. A raíz de la crisis migratoria en julio de 2015 los países de la UE pactaron acoger a algo más de 20.000 refugiados desde países extracomunitarios. De estos, al menos 16.000 se encuentran en 21 países distintos, según la Comisión Europea. Unas cifras que, según Antonio Ruiz, asistente legal de Cruz Roja en Málaga, “chocan con la realidad”. Solo en Turquía hay más de tres millones de refugiados, de los cuales la casi totalidad son sirios, según la Organización Internacional para la Migraciones (OIM). ACNUR estima que al menos el 8% del total de la población refugiada debería acceder al reasentamiento.
Este jueves, en un despacho de Cruz Roja, Moro recorre su viaje con el dedo en un mapa: indica como punto de salida un lugar indefinido al sureste de Kobane, donde las milicias kurdas libraron contra el ISIS una de las batallas más cruentas de la guerra siria, hasta llegar a Urfa, la ciudad turca donde registró su petición de protección internacional a principios de 2016. Allí, unos conocidos le comentaron que había una asociación que recogía las peticiones de las personas que querían salir de Turquía. “El funcionario [que hablaba árabe] me dijo que ya no había más registros pero yo insistí, le dije que tenía tres hijas discapacitadas”. Dice que le pidieron que lo probara y que entonces él se las llevó para que las viera: las tres —de 21, 19 y 14 años— tienen graves discapacidades psíquicas y visuales, una no puede andar, según se lee en el documento de registro de Cruz Roja.
En Urfa, Moro tuvo miedo de que sus hijos se murieran de hambre. Su familia compartía un pequeño piso con otra y él no llegaba con unos trabajillos de albañil y jornalero a la mitad de las 1200 liras turcas (unos 300 euros) que dice son necesarias para vivir allí: “Una asociación nos daba 400 liras (unos 100 euros) y algo de comer… azúcar… pero no siempre”. En Kobane era distinto: “Tenía una casita de una planta, de pueblo. Trabajaba en la agricultura… berenjenas, calabacines, garbanzos… allí todos éramos kurdos y todos trabajábamos la tierra”.
En septiembre, Moro recibió la primera llamada. Su petición seguía adelante y tenía que ir a Ankara: un viaje de 18 horas en autobús con toda la familia. “Los niños se mareaban”, recuerda. A esta primera llamada siguió otra y un nuevo viaje a la capital turca para una entrevista de media hora con funcionarios españoles y un traductor árabe. Todos volvieron otra vez a Urfa donde el pasado marzo, finalmente recibieron una tercera llamada. “Me dijeron que tenía que solicitar el documento para dejar el país. Cuando se lo dije a mi mujer empezó a llorar. No estaba contento, estaba feliz. Los niños no entendían. Era nuestra salvación”. Tardaron menos en llegar a Madrid en avión desde Estambul, que de Urfa a Ankara.
Dentro de unos días Moro cumplirá cincuenta años y está contento de celebrarlos en España. Un país del que conoce algo por lo que ha visto en la tele. Al registrar su petición no solicitó algún país en particular, solo dijo que "tenía familiares en Alemania" donde su hermano se había ido antes de él. Está previsto que él y su familia se queden en uno de los tres centros que Cruz Roja gestiona en Málaga durante seis meses, que pueden ser renovados hasta una máximo de 24. Durante este tiempo Cruz Roja financia con partidas públicas todas sus necesidades, desde la comida hasta la ropa. Moro viste una camisa blanca de manga corta de marca italiana: “voy a clase de español” dice, dejando entrever algo de orgullo. El mismo que tiene cuando dice haber hecho todo de forma legal: “No he pensado nunca ponerme en manos de los traficantes. Más que nada por la simple razón que tres de mis hijas no se mueven solas”.
Jamal Elkadib, mediador cultural de Cruz Roja, detalla que este sirio de ojos claros y pelo gris se encuentra en el curso de alfabetización porque no sabe ni leer ni escribir y, como el casi centenar de refugiados que se encuentran en Málaga, tiene la obligación de seguir unos talleres, como el de inserción laboral o de género. Todos sus hijos ya están matriculados en los colegios de la ciudad, el más pequeño tiene tres años y medio. “Quiero cualquier trabajo digno que me permita dar de comer a mis hijos, quiero que ellos vayan a la escuela. Quiero que sean médicos para que puedan ayudar a los demás”, dice este padre que no sabe escribir otra palabra que la que lleva tatuada en el brazo. La enseña con una sonrisa melancólica y se toca la sien derecha: “era joven cuando lo hice”.
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