El plan B de López Obrador
Ahora que es responsable de la conducción de la nave, difícilmente puede ignorar las insistentes señales de que algo se ha desviado en la trayectoria que él había esperado
No está claro que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, tenga un plan B pese a las crecientes dificultades que enfrenta en su primer año de Gobierno. Uno de sus atributos a lo largo de su extensa carrera política como opositor, fue la fidelidad a sus razones, motivos, banderas y procedimientos, sin importar el escenario o la coyuntura. Su estricto apego al plan A es una impronta tanto de su personalidad como de su trayectoria. Sin embargo, ahora que es responsable de la conducción de la nave, difícilmente puede ignorar las insistentes señales de que algo se ha desviado en la trayectoria que él había esperado.
La economía se va a quedar muy lejos del 2% de crecimiento en 2019 pese a su “me canso ganso” con el que zanjó la cuestión hace unos meses. Las medidas en contra de la corrupción tampoco van a generar los enormes recursos económicos que requiere su ambiciosa política de subsidios y transferencias a los más necesitados. Las finanzas públicas se dirigen a un inexorable y preocupante déficit que no entraba en sus planes.
El presidente estaba convencido de que su plan de austeridad, el fin de la corrupción, sus exhortos conciliadores y el deseo de hacer el bien y propiciar la justicia social provocarían la prosperidad de los mexicanos. No eran hipótesis ingenuas; iban acompañadas de una serie de políticas de distribución y empleo dedicadas a fomentar el mercado interno y una batería de proyectos públicos para reactivar la producción de bienes básicos y energéticos.
Las razones por las cuales no está sucediendo tal cosa tienen que ver con varios factores, algunos de los cuales escapan al margen de posibilidad del propio Gobierno. El efecto Trump, las guerras comerciales, el contexto internacional desfavorable, son unos de ellos. Otros están asociados a la incertidumbre que muestran la iniciativa privada y los mercados financieros ante las políticas del nuevo Gobierno. Pero también tienen que ver con medidas puntuales de política fiscal, gasto e inversión pública, que no han provocado los efectos multiplicadores deseados. Todo lo contrario.
Las señales serán muy difíciles de ignorar, incluso para un presidente caracterizado por la fidelidad a sus propias ideas. Algo que tiene a su favor López Obrador es su insistencia en circular entre la población abierta y no solo entre auditorios cautivos, como era el caso de los presidentes anteriores. Prácticamente todos los días es interpelado por algún ciudadano que le echa en cara que los subsidios no están llegando, que la corrupción sigue vigente o que la situación económica no ha mejorado. Ignoro si también él está rodeado de personas empeñadas en pintarle un mundo de color de rosa, como era el caso de sus antecesores, pero por sus reacciones es evidente que sigue a la prensa crítica y que en las sesiones mañaneras con los reporteros continuamente se cuelan preguntas incómodas y datos contrastantes. La pregunta es ¿qué va a hacer López Obrador con esa parte de la realidad que ha resultado rejega : ¿ignorarla, pretender que no existe, aceptarla y quejarse de ella achacándola a sus adversarios, afrontarla y hacer ajustes para mejorarla?
En este momento es imposible saberlo. Estos días se dio a conocer que los índices de inversión se han desplomado y el consumo privado se encuentra estancado; en plata pura eso significa que la economía no va a crecer en el corto plazo. Con razón o sin ella, las metas del Gobierno de Andrés Manuel no son alcanzables para el primer tramo de su sexenio; tampoco se observan cambios en el entorno mundial que pudieran favorecer las sombrías perspectivas.
¿Hay posibilidades de un plan B?, desde luego, aunque la pregunta tendría que ser: ¿hay la voluntad política para hacer ajustes sustanciales al plan A? Quizá. En las últimas semanas prácticamente todos los días el presidente se ha reunido, la mayoría de las veces en sesiones privadas, con empresarios nacionales e internacionales. Él les estaría pidiendo apostar por su Gobierno y acelerar sus inversiones; a su vez presumiblemente ellos estarían comentando sus objeciones y reservas. Algo tendría que salir de este intercambio de visiones.
Lo que está claro es que la realidad resultó más obstinada que la obstinación presidencial. Solo esperamos que López Obrador y sus adversarios no se consuman en reproches mutuos para encontrar un culpable de los males públicos y que, en cambio, se den la oportunidad para ajustar propuestas y soluciones al tamaño de los retos encontrados. Después de todo, aún le quedan cinco años en el poder.
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