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Columna
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Políticas inciviles

En el caso catalán, la ceguera voluntaria viene de los orígenes, cuando fue fácil percibir que no se trataba de una reivindicación nacionalista de la mayoría de una sociedad

Antonio Elorza
Una protesta independentista, en una imagen de archivo.
Una protesta independentista, en una imagen de archivo. Albert Garcia

Ahora que ha regresado a la moda de la mano del cine, el pensamiento de Unamuno tiene la virtud de advertir que la proliferación de ideas tendentes al fomento del odio, puede acabar destruyendo la democracia y abriendo el camino a una catástrofe colectiva. Suele citarse su expresión "la guerra incivil" para designar el infierno surgido el 18 de julio de 1936, pero se olvida que el diagnóstico de "guerra incivil" es aplicado por el filósofo vasco, en un artículo del diario Ahora, a la situación de enfrentamientos vigente en la España de 1936. En la atmósfera cargada de electricidad, casi nadie piensa que va a estallar una tormenta mortífera, como nadie lo esperaba en Bosnia durante el proceso de disgregación de Yugoslavia, pero un día saltó la chispa y el incendio no pudo ser controlado.

La guerra incivil es, en este sentido, no el producto de choques militares, sino de políticas inciviles, en que unos partidos o líderes políticos desencadenan un enfrentamiento violento al buscar, despreciando el conjunto, la obtención de sus propios fines frente a la resistencia del adversario convertido en enemigo. Muestra: la esperpéntica moción de censura de Ciudadanos en Cataluña, dirigida a desprestigiar al PSOE. La feroz competencia establecida entre las fuerzas constitucionalistas es el mejor ejemplo de esa deriva hacia la propia impotencia al abordar el problema de los problemas, el problema de Cataluña.

Análisis y ponderación son aquí tan necesarios como para delimitar las responsabilidades de la reciente crisis, emborronada por la lógica deformación en los medios de la derecha política en contra del Gobierno y por medio de la equidistancia en el resto a favor de Pablo Iglesias. Sondeos hablan.

En el caso catalán, la ceguera voluntaria viene de los orígenes, cuando fue fácil percibir que no se trataba de una reivindicación nacionalista de la mayoría de una sociedad, sino de una bien pensada estrategia de manipulación sociopolítica para, desde una minoría constatable en las urnas, apoderada eso sí del poder autonómico, imponer la construcción de una independencia catalana, no deseada por la mayoría de la población. La Generalitat, envuelta en declaraciones de democracia, se encargó desde 2012 en evitar precisamente la democracia de debate en torno al futuro de Cataluña. Estábamos ante la democracia declarativa de Carl Schmitt.

Como máscara, una revuelta pacífica tipo primavera árabe. En la práctica, movilización xenófoba del sector nacionalista, conjugada con el esquema de "transición" del magistrado Carles Viver, para saltar por encima de la legalidad democrática en el Parlament (septiembre de 2017). Y desde ahí, presión permanente en espera de la movilización social violenta —20 septiembre— como medio indispensable. Rebeldía incivil institucionalizada, plataforma para la rebelión. Lo veremos pronto.

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