No es lo mismo que lo ‘mesmo’
El discurso oficial establece que cualquiera que manifieste dudas con las políticas del presidente lo hace por reaccionario y “moralmente derrotado”
Qué difícil resulta ser un crítico del actual gobierno mexicano. No por falta de material, pues entre comunicación torpe (verbigracia, el "Fuchi, guácala") y medidas, episodios y personajes cuestionables en el entorno oficial, hay tela de sobra. El problema es la neblina de confusión que rodea un asunto primordial: en México, no solemos distinguir la crítica de la oposición, aunque sean y resulten cosas bien distintas. Y eso desdibuja todo el debate político.
La crítica se da entre la ciudadanía, los periodistas y las organizaciones sociales, mientras que la oposición se concentra en las esferas del poder (partidista, empresarial, etcétera). Pero para ser crítico no es necesario ser opositor y hasta quizá resulte un estorbo. Porque un opositor busca el poder y su trabajo consiste en articular estrategias que le permitan desalojar al inquilino del palacio e instalar en su sitio a uno de los suyos (o, en el caso de las fuerzas empresariales, de colocar a alguien con quien “exista mejor química” para los negocios).
En cambio, un ciudadano común (y postulo que un periodista debería serlo, y cuando hablo de periodista no me refiero a los personeros o los ronin de los poderes...) tiene el derecho y deber de señalar las pifias y arbitrariedades de un gobierno porque se siente inquieto o afectado por ellas y no porque quiera derribarlo y sustituirlo. Puede tener razón o no, pero su visión es inseparable de los derechos democráticos esenciales.
En el otro lado de la mesa, al opositor no le importa mentir, fingir, exagerar o torcer la realidad; su agresividad es total y permanente y lo será aunque el gobierno le atine al blanco en algo. Para él las cosas no se hacen mal: están mal por definición mientras aquellos sigan mandando… En vez de los suyos.
Este equívoco es compartido, desde luego, por el propio gobierno mexicano. El discurso oficial establece que cualquiera que manifieste dudas, molestias o desacuerdos con las políticas del presidente o señale por cualquier motivo a sus colaboradores (y no importa si hay pruebas de por medio) lo hace solo por conservador, reaccionario y "moralmente derrotado". El presidente, pues, asume que su gestión y hasta sus elecciones de personal son perfectas y no admiten el mínimo reparo. Y su tono modela el de esos porros suyos que abundan en los medios y las redes y para los que no existen matices: al que no aplaude y vitorea, lo ven como parte del enemigo.
Malamente, también a veces los críticos se confunden a sí mismos. Y en eso estriba, me parece, el fallo en que incurren muchos de los señalamientos que se le hacen al gobierno y quien lo encabeza. Porque una voz crítica no se queja de todo ni lo hace por joder: señala temas y asuntos evidentes, concretos. Y para apuntalarse, recurre a razonamientos, datos, o testimonios de afectados.
Pero un opositor, ya sea por el interés de sacar raja o porque se deja llevar por la marea, recurre a tácticas muy diferentes. La burla al poderoso puede resultar divertida en ciertos contextos pero nunca puede ocupar la parte central de una argumentación seria. La edad o la manera de vestir o incluso de hablar de Andrés Manuel López Obrador no son pruebas de que sea un mal mandatario. Tampoco el desprecio automático, social, étnico, o de género a los funcionarios que integran su gobierno o, peor aún, a los ciudadanos que lo apoyan, es prueba de otra cosa que no sea clasismo y vileza. Y la adicción a difundir fake news y la encendida defensa de gobiernos pasados (incluso de medidas falsamente útiles, como la reforma educativa recién derogada o, peor aún, la “guerra contra las drogas”), solo revelan el carácter advenedizo de quien finge no recordar los múltiples desastres que provocaron la derrota del PRI y el PAN.
La labor, pues, es triple. El gobierno no debería seguir confundiendo (y me parece que no lo hace por candor, sino de modo voluntario e interesado) una visión crítica de sus acciones con los pataleos de sus opositores ni identificar como enemigos a quienes solo le reprochan lo evidente. Los críticos, por nuestro lado, debemos desmarcarnos del golpeteo de las fuerzas desesperadas por la irrelevancia a la que las condenaron sus pésimas administraciones. Y, por último, a la oposición, que en este momento y en este país da pena ajena, le queda el trabajo de rehacerse y ver si alguien vuelve a creerles un palabra. Un día de estos.
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