Elecciones en el Salvaje Oeste (Pueblo Rico, Risaralda)
No son ni serán las más peligrosas que se hayan vivido en Colombia, pero sí son y serán las de la crueldad más desvergonzada
Colombia parece empeñada en ser Colombia. Porque sigue dando los pulsos de siempre, caridad versus solidaridad, alrededor de un puñado de caudillos del siglo XX, pero en especial porque a estas alturas de la historia –por culpa de esta interminable guerra por los territorios de la coca que el Estado no conjura sino apenas reporta– anda sumergida en unas sangrientas elecciones regionales que tienen pinta de elecciones en el Salvaje Oeste. Todavía hay violencia política acá. Y no son rezagos de las épocas peores, no, que ha habido tantas en esta esquina del globo, sino un período nuevo más cínico y brutal porque es la obra de una serie de bandas criminales que ya no le buscan justificaciones a su fanatismo: ya no se comen el cuento de que matan por el pueblo ni por la patria, sino que lo hacen porque sí, porque su ley es la ley de la selva y hay líderes desprotegidos que se les atraviesan a sus planes de quedarse con todo.
Solo falta un mes para que pasen las elecciones de gobernadores, de diputados, de alcaldes, de concejales y de ediles. Y hasta hoy el resultado ha sido, según los serios estudios de la Misión de Observación Electoral (MOE), nueve precandidatos y siete candidatos asesinados a sangre fría a pesar de todos los llamados de auxilio, y 402 de 1099 municipios en riesgo de caer en esa nueva violencia política: no son ni serán las elecciones más peligrosas que se hayan vivido aquí en Colombia, pero sí son y serán las de la crueldad más desvergonzada, más banal, pues –de acuerdo con una pertinente investigación de la fundación Pares reproducida por la revista Semana– las víctimas pertenecen en proporciones semejantes a la oposición, al partido de Gobierno, a los grupos independientes o a su propia causa simplemente.
Es que están en juego millones de dólares. Es que, ahora que las FARC han dejado de controlar ciertos territorios y la ruptura frontal con el régimen en Venezuela se ha vuelto un arma de doble filo, estas “bandas de forajidos” como del Lejano Oeste están garantizándose el control político de sus regiones y abriéndoles paso a sangre y fuego a sus negocios. Es que acá siempre va a haber niños resignados a ser reclutas de la guerra de las drogas –y de las minas y de las demás explotaciones bestiales– si se sigue viviendo a pesar de Colombia: “Es que en mi casa somos siete y solo está mi mamá”, contesta una guerrillera menor de edad, en el Chocó, en una estupenda crónica de Andrea Aldana publicada por el periódico Universo Centro hace unos días nomás.
Colombia suele elegir el pasado cuando se ve ante una bifurcación. Las noticias falsas de las redes son las propagandas sucias de antaño. Que las bandas de narcos estén atacando al ejército con drones explosivos, como se revela en El Tiempo del domingo, no puede contarse como un salto al futuro. Y si usted busca en Google al amenazado de muerte Leonardo Siágama, un profesor embera-chamí que aspira a ser alcalde de Pueblo Rico, Risaralda, notará que varios medios colombianos han estado narrando en tiempo real su lucha vieja y apremiante para que el Estado no permita que lo maten: “Cuando debo desplazarme me toca asumir los gastos de transporte del escolta”, le dijo a Semana, como si estuviera rezándole a ese país que tiene fronteras sin Dios ni ley incluso mapa adentro.
Qué nos queda aparte de rezar. Despenalizar el negocio aquel así sea demasiado tarde. Y, mientras tanto, inventarse diálogos de paz, pensarse oportunidades que rediman a tantos que nacen y crecen y envejecen crucificados, y hacer serios estudios, pertinentes investigaciones, estupendas crónicas que nos salven de la mitificación perversa –“el Viejo Oeste”, ay, “el Pacífico”– y nos libren de esta fobia a ser otro país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.